Algodón

Algodón  (Historia) En la época prehispánica, Yucatán tenía una importante producción algodonera y una desarrollada artesanía textil. Los tejidos de algodón jugaron un relevante papel en la actividad comercial que los mayas de Yucatán sostenían en todo el ámbito mesoamericano. Los finos tejidos espolinados fueron famosos en toda Mesoamérica, y eran uno de los principales artículos de tributo pagados en los primeros tiempos de la Colonia. La Relación de Tekantó y Tepacán menciona mantas de algodón como uno de los productos que se llevaban a México, Honduras y otras partes. En el aspecto religioso, era Ixchel la patrona de la confección de telas, del tejido y del bordado; se le llamaba sak-chelem, la blanca tejedora. En los Códices de Dresden y Peresiano, hay representaciones de mujeres usando el primitivo telar de cintura, así como los aditamentos necesarios. Las hilazas las teñían con raíces y cortezas trituradas, así como hojas, que al ser maceradas en agua daban diversos colores; ciertos caracoles y algunos insectos también proporcionaban tintes. Con telares compuestos de dos o tres palos y cuatro o seis varitas hacían muchas variedades de mantas y aun telas lisas y bordadas. Las pieles de conejo que iban de Yucatán al centro de México y a la Mixteca se bordaban o más probablemente se espolinaban en los tejidos; también se entretejían plumas en los artículos de algodón, sobre todo en los taparrabos. Fernández de Oviedo y Valdés, así como Landa y Torquemada, mencionan que estos finos tejidos de Yucatán fueron famosos y eran uno de los principales artículos de exportación. Con ello se obtenía cacao de la faja litoral desde el Ulúa hasta el lago Izabal, lo que se comprueba con la presencia de la canoa de comerciantes mayas hallada por Colón en las islas de la bahía de Ulúa y cuyo cargamento describe fray Bartolomé de las Casas en la forma siguiente: «Muchas mantas de algodón muy pintadas de diversos colores y labores y camisas sin mangas también pintadas y labradas y de los almaizares con que cubren los hombres sus vergüenzas, de las mismas pinturas y labores».

En los primeros tiempos de la Colonia, las mantas tejidas eran importantes artículos de tributo. Se siguió cultivando algodón, especialmente en la región del Oriente, (Tizimín y Valladolid), en donde se producía un algodón de excelente calidad; la fibra, aunque corta, era fuerte y fina. La influencia de la industria algodonera pronto se sintió en la economía: en 1545 el Ayuntamiento de Mérida le dio a las mantas categoría de moneda (como al cacao) por su magnífica calidad y por ser, entre los productos de la Península, el exportable por excelencia. En las Ordenanzas de Tomás López (1553) se señala: «Lo principal del tributo y granjería de esta tierra está en el algodón y los tejidos de él». Se pagaba con mantas el tributo a la Corona y a los encomenderos; además, bajo el sistema de repartimientos, se distribuía entre los indios algodón para que elaboraran las mantas, pagándoselas por adelantado, lo que originaba continuos abusos en perjuicio de ellos.

La reducción del sistema de repartimientos (1742) y la abolición de la encomienda (1785) disminuyeron notablemente la producción algodonera y consiguientemente su importancia en la economía regional; al finalizar el siglo XVIII se encontraba en franca decadencia esta actividad. El primer intento de establecer una industria textil, fue de Feliciano Martín, a quien por Decreto del Congreso del Estado de 6 de octubre de 1823, se le otorgaron concesiones especiales para su fábrica de hilados y tejidos en Izamal; y días después otro decreto prohibía la introducción de bordados y listados de algodón o mezclados con hilo de cualquier calidad que fueran, asi como la mantelería y toda clase de artefactos ordinarios de algodón o mezcla de hilo. No obstante el respaldo oficial, no tuvo aquel primer ensayo industrial el resultado esperado. En cambio, en 1833, Pedro Sainz de Baranda, asociado con John L. Mc Gregor, un escocés establecido en Yucatán, fundó en Valladolid la fábrica de hilados y tejidos La Aurora Yucateca, alimentada por el algodón que los indígenas de aquella región producían en sus milpas. A los pocos años ya estaba en pleno florecimiento. Aunque su fundador falleció en 1845, la fábrica continuó trabajando hasta 1847, cuando al iniciarse la Guerra de Castas, fue destruida por el fuego cuando los sublevados asaltaron Valladolid. A pesar de que la guerra continuaba, algunos agricultores orientales siguieron cultivando algodón; en 1851 se reportaron 1,756 mecates sembrados en el partido de Tizimín.

Hacia 1862, la Guerra de Secesión en los Estados Unidos desplomó su producción algodonera, por lo que en Yucatán se dedicaron al fomento de esta planta, no sólo campesinos, por su cuenta, sino algunos hacendados que lo hicieron en gran escala: entusiasmados por los primeros resultados, al año siguiente sembraron 6,000 ha que produjeron unos 720,000 kg de filamento limpio, vendido anticipadamente al precio de 38 centavos el kilogramo. Para poder exportar este algodón, se instalaron 10 máquinas pequeñas despepitadoras y prensas movidas por mulas y una de ellas por vapor. El gobierno del estado, por su parte, el 16 de junio de 1863 expidió una orden a los jefes políticos pidiéndoles información sobre las superficies sembradas para promover medidas conducentes a generalizar este cultivo. Alentado por ello, ese mismo año Ildefonso Gómez estableció en Panabá una máquina movida por vapor para despepitar y desfibrar algodón y en Tizimín otra con un telar pequeño para fabricar mantas, aunque hacia 1868 ya se habían suspendido las operaciones. El 24 de enero de 1865, un decreto del comisario imperial eximía de todo impuesto municipal al algodón que se cultivara en la Península, a petición de los productores de Tizimín.

En otro decreto, de diciembre de ese año se creaba un premio para las personas que hubiesen cosechado la mejor clase de algodón y otro para el que hubiese cosechado la mayor cantidad de fibra. En Mérida se editaron dos manuales con orientaciones prácticas sobre el cultivo de esta planta, cuyos autores fueron José Tiburcio Cervera Molina y Juan Antonio Urcelay.

El emperador Maximiliano envió a Yucatán a Francisco S. Berea a estudiar cuestiones del ramo de hacienda; éste, en un informe fechado el 27 de noviembre de 1865, decía que «si en los primeros seis meses de 1864 se exportó algodón por valor de 800,000 pesos, en vez de la exportación de 600,000 pesos de todo el año anterior, fue debido a las grandes especulaciones que se habían hecho en el cultivo del algodón, habiéndose logrado buenas cosechas y subido el efecto a un alto precio. Después no se lograron las cosechas porque los terrenos de que se puede disponer no son los más apropiados para este cultivo, los precios también bajaron y los especuladores sufrieron grandes pérdidas, por lo que el cultivo de esa planta está reducido a muy limitadas proporciones». Sin embargo, en diciembre de 1865 Manuel Medina y el norteamericano Nicolás Binney instalaron en Mérida una fábrica de hilados y tejidos con el nombre de La Constancia. De todos modos, la terminación de la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, el incremento en el cultivo del henequén que restaba brazos para el campo y la falta de tierras adecuadas, ya que las fértiles estaban aún con los rebeldes o cerca de ellos, fueron factores que determinaron que el fomento del algodón se abandonara; a grado tal que en 1878 sólo existían 27 ha sembradas.

Otro intento industrial fue el de Rotger y Cía., que en 1881 instalaron en Mérida una fábrica de rebozos, muy bien montada. Uno de los socios, Juan Rodríguez, estuvo en Puebla para conocer las fábricas de rebozos de esa ciudad, su organización y sus procedimientos de producción, trayendo a Yucatán tres maestros de rebocería para dirigir los trabajos. Sus productos tuvieron gran aceptación; las mestizas abandonaron totalmente el uso de la toca para cubrirse la cabeza y adoptaron el rebozo como prenda típica de ellas. Esta fábrica, así como La Constancia, suspendieron en 1890 sus actividades. Finalmente en 1904, el gobernador Olegario Molina Solís, ante el peligro latente que para la economía regional significaba el monocultivo del algodón, comenzó a hacer esfuerzos por propagarlo de nuevo distribuyendo entre numerosos agricultores del Oriente y del Sur semilla selecta importada y circulando folletos con instrucciones, especialmente el Manual del algodonero de José Tiburcio Cervera, del que se hizo una segunda edición. Aunque se hicieron algunas siembras en las regiones citadas, no se tomó mayor interés por el cultivo, ya que el bienestar económico se cifró exclusivamente en el henequén y no hubo preocupación mayor por diversificar las actividades agrícolas del estado para contrarrestar en parte con ello los inconvenientes que ya se preveían del monocultivo del henequén.