Almeida Jiménez, Pedro

Almeida Jiménez, Pedro  (1774-1838?) Poeta y hombre público nacido y muerto en Mérida. De cuna humilde y ascendencia portuguesa, vivió de niño en el barrio de San Cristóbal. En 1879, a los 15 años de edad, decidió abandonar el hogar paterno, llevándose únicamente un catecismo de Ripalda. No se tiene noticia del nivel alcanzado en sus estudios, ni de las escuelas a las que asistió, pero fue indudablemente un hombre de cultura poco común, tanto en la esfera literaria como en las ciencias socio-políticas. Afiliado a los ideales sanjuanistas, Almeida tuvo destacada participación en los acontecimientos precursores de nuestra vida independiente y, en las postrimerías de la Colonia, fue víctima de persecuciones y de prisión. Posteriormente cumplió tareas de relevante importancia en la política de su tiempo. Sirvió al estado como diputado al Congreso Constituyente que el 23 de abril de 1825 aprobó la primera Ley Fundamental yucateca y, en todos sus actos, se mantuvo fiel al criterio liberal. La comisión designada para redactar el proyecto de Constitución estuvo integrada por los diputados Almeida, Tiburcio López Constante, Francisco Genaro de Cicero, Pedro de Souza, Miguel de Erasquín y Eusebio Antonio Villamil. Era gobernador de la entidad Antonio López de Santa Anna, quien dimitió dos días después de promulgado el supremo ordenamiento legal. Todos los redactores estaban identificados con la doctrina del liberalismo y con las ideas de libertad política y civil, de condena al absolutismo y de igualdad ante la ley, que eran las características de la Constitución de Cádiz. El gobierno previsto para Yucatán era de tipo republicano, popular, representativo y federal.

Fuera de la esfera política, en su vocación de escritor, Almeida fue el autor de un solo libro en verso, de cuya magnitud puede juzgarse por el número de sus páginas, 262, y aunque aparece editado en 1838, año en que ocurrió —según estiman sus biógrafos, sin señalar fecha exacta— la muerte de Almeida, a la edad de 64 años, cabe suponer que habiendo sido la obra de su vida, la vino escribiendo en silencio durante décadas, fijando en ella las impresiones que recibía de su contacto con los acontecimientos de la historia, en los que participaba directa o indirectamente. El título del libro es Un mejicano, seguido de un subtítulo, El pecado de Adán, un tanto, involuntariamente, humorístico al agregar que el poema se divide en doce jornadas en doce cantos, con notas alusivas a los sucesos de la independencia mejicana en general, y relativamente a esta península de Yucatán. (Mérida de Yucatán, Imprenta de Lorenzo Seguí, calle de Abasolo, núm. 24, 1838). En esta redacción explicativa, un sí es no alambicada, se advierte el propósito del autor de dar a sus temas la amplitud que requieran las variadas finalidades que persigue: literaria, histórica, filosófica, crítica, todo en un solo modelo formal, que no respeta géneros ni tendencias, pues los reúne despojándose de preocupaciones preceptivas. Pero no es esto lo más importante y permanente de Un mejicano, con ser una cualidad que no es posible desdeñar, en un catálogo de sus méritos. Lo verdaderamente medular está en la profundidad intelectiva que revela en su narración versificada, pese a todos los descuidos métricos o fonéticos que comete al versificar y que, seguramente, son consecuencias del empeño que pone en concretar el fondo histórico-crítico, aun a costa de la forma, que resulta secundaria. La mezcla de estilos que parecen herir la sensibilidad de los lectores puntillosos, habituados al orden y a la disciplina expresivas, que dan jerarquía a las producciones literarias; austeridad y humorismo, realidad y fantasía, amargura y dulzura; en fin, esa unión de los contrarios de que nos hablan los filósofos, tal vez no es, en Almeida, ni desconocimiento de la ortodoxia estilística, ni efecto de un sentido del gusto perdido para las exquisiteces de las normalidades convencionales. Puede pensarse que estas heterodoxias acaso son deliberadas.

Este libro único del escritor yucateco (en el que describe enfermedades, tipos raciales, árboles, frutos, animales, lugares, costumbres, juegos, paisajes y hasta el cometa Halley, visible en Mérida en 1835, etcétera) no trascendió editorialmente, ya que la edición fue incinerada por su autor, basado en razones muy personales que no se sabe si reveló a sus íntimos. En el volumen impreso, fuera de texto, hay una nota que dice: «El autor ha cumplido con todas las leyes de la imprenta, que afianzan su propiedad exclusiva de esta obra». Quizá se fundó en esta pragmática al disponer el Auto de Fe.

José Esquivel Pren, historiador de las letras yucatecas, señala: «La sociedad de su tiempo no aquilató el mérito histórico ni el esfuerzo inaudito y notable que significaba esta obra, tomando en cuenta el medio, la época y el estado incipiente de nuestra literatura; obra que me parece que debe ser estudiada por los hombres de hoy con más cuidado, con mayor serenidad, sin prejuicios y con menos ligereza que lo hicieron nuestros antepasados, quienes dieron tanto en reir con ella y de ella, que han de haber conturbado desagradablemente el espíritu y la buena fe del bienintencionado autor, determinándolo a quemar la edición casi en su totalidad». Sólo se salvaron poquísimos ejemplares, que son los que han podido examinar los bibliógrafos. Entre ellos, uno pertenece al acervo de la Biblioteca Carlos R. Menéndez, otro al de la Biblioteca Nacional de México y uno más —cita JEP— lo registraba el Boletín de Bibliografía Yucateca (núm. 405, enero-febrero de 1939) como perteneciente a la Biblioteca Crescencio Carrillo y Ancona del Museo Arqueológico e Histórico de Yucatán.

Un mejicano puede ser considerado como un monumento literario del acervo yucateco, ya que sus valores permanentes están muy por encima de las debilidades de estructura que se le señalan, no obstante lo cual, y con todo y el tiempo transcurrido, se carece de una reedición de este auténtico tesoro bibliográfico para la historia de la literatura en Yucatán.