Arriaga y Agüero, Antonio

Arriaga y Agüero, Antonio  (¿-1698) Obispo de Yucatán. Fraile agustino. Ocupaba la rectoría del Colegio de Doña María de Aragón, institución de estudios literarios en la Corte española, cuando quedó vacante la silla episcopal yucateca por el fallecimiento de Juan Cano de Sandoval, ocurrido el 20 de febrero de 1695. El monarca español Carlos II lo eligió para cubrir la diócesis disponible, de la cual se hizo cargo sin bulas y sin consagración el 13 de noviembre de 1696. El historiador Crescencio Carrillo y Ancona señala en su obra El Obispado de Yucatán que a su llegada enfrentó serios obstáculos pues traía un Documento Real, en vez de las Cédulas acostumbradas, a consecuencia de encontrarse interrumpidas las buenas relaciones entre el gobierno español y la Santa Sede Apostólica. Debido a estas circunstancias, topó con la resistencia del Cabildo Diocesano. Lo tradicional era que las Cédulas se dirigieran al interesado y al Cabildo, al mismo tiempo que se encargaba el soberano de presentar al propuesto ante el Papa para que pudiera desempeñar su responsabilidad. El Cabildo, por su parte, en uso de las facultades conferidas por el Derecho Canónico, delegaba el gobierno en el obispo cuando éste aceptaba. De este procedimiento resultó que no se considerara legítimo el nombramiento del obispo en la Catedral.

Arriaga y Agüero realizó una visita pastoral entre 1696 y 1697, en la que manifestó su preocupación por elevar el nivel cultural de su clero que, al decir de Carrillo y Ancona, no merecía el trato de ignorante con que lo calificó el obispo. El escritor y periodista Justo Sierra O’Reilly, al referirse a Arriaga y Agüero en la «Galería de Obispos», publicada en El Registro Yucateco, comenta que «Su severidad y rigidez, le hubieron de concitar fuertes y poderosos enemigos. No admitió regalía ni ofrenda de ningún género; estableció conferencias públicas en su palacio dos veces a la semana, porque halló a clerecía, tan atrasada en letras, que la mayor parte de sus individuos casi ni el latín conocían: quitó las licencias de confesar a muchos de ellos, aun curas, y hasta la de decir misa, mientras no aprendieran el latín». Por su parte, Carrillo y Ancona indica que las relaciones entre el Cabildo y el obispo fueron tirantes y contribuyeron a ello la falta de prudencia del prelado, ejemplo de lo cual fue lo que aconteció el día de la fiesta de Santiago Apóstol, el 25 de julio de 1697. El obispo llegó a la ceremonia y se sentó en la silla episcopal; como se encontraba vacía la del deán por enfermedad de su propietario, el arcediano Juan Villa-Real y Rojas y el chantre Nicolás de Salazar pasaron el primero a la silla del deán y el segundo a la del arcediano por ser las dos colaterales a la del prelado, con el fin de honrarle y servirle de cerca; sin embargo, el obispo, sin importar su condición de reconocido, mandó a su provisor Sebastián de Güemes (que no era capitular) subiera al Coro y ocupara a su lado la silla del arcediano, obligando al chantre a que la dejase, lo que éste hizo de mala gana. La situación se volvió difícil, las diferencias se ahondaron y no cesó Arriaga y Agüero de indisponerse con el clero. Envió un desfavorable informe al soberano, en el que refiriéndose a la falta de preparación de los eclesiásticos le pedía la creación del Seminario Conciliar para «vencer tanta ignorancia». El Cabildo, por su parte, dirigió un ocurso al arzobispo metropolitano en el que manifestaba sus dudas acerca del derecho que asistía al obispo Arriaga para gobernar la diócesis con apego a la Real Orden, sin mediar solicitud al mismo organismo y sin haber llegado la confirmación de la Santa Sede. El obispo viajó a la Ciudad de México en espera de las bulas correspondientes. Corría el año de 1698. Se retiró a Puebla y a poco de encontrarse allí llegaron los documentos pontificios que lo instituían como XIX obispo de Yucatán, mas la salud le había abandonado. Gravemente enfermo falleció el 24 de noviembre de 1698, a los dos años de un accidentado gobierno, sin haberse consagrado. En la iglesia y convento de San Agustín de Atlixco fue sepultado el que fuera el último obispo de la Diócesis de Yucatán en el siglo XVII.