Auto de Fe de Maní

Auto de Fe de Maní  Carácter extremadamente grave tuvo el Auto de Fe que en 1562 realizó fray Diego de Landa en Maní y que ocasionó la destrucción de documentos indígenas de extraordinario valor, así como de innumerables objetos calificados como «representaciones satánicas». Existen opiniones, empero —la del investigador Luis Ramírez Aznar, por ejemplo— inclinadas a suponer que la totalidad o algunos de dichos documentos los conservó Landa, aunque no lo mencione, para servirse de ellos, como fuentes, en su Relación de las cosas de Yucatán.

En su Historia de Yucatán, Juan Francisco Molina Solís relata así los orígenes y la culminación de este trágico episodio: «Comunicóle (a Landa) el guardián de Maní que un domingo salió un sacristán a cazar por los solares más remotos del pueblo, llevando consigo un perrillo que con su buen olfato a grandes distancias solía denunciar la existencia de la caza. Atraído por el husmillo de carne fresca, el animal se metió en una cueva de las muchas que abundan en aquellos alrededores, y el sacristán en pos del perro penetró también a la cueva, y en el fondo de ella fue testigo de un espectáculo desolador. Entre las sombras de la caverna pudo ver altares y mesas muy compuestas y aderezadas con ídolos que tenían la cara rociada con sangre de venado fresca, y los restos todavía humeantes de la víctima estaban allí testificando la realidad de un sacrificio ofrecido en aras de las falsas deidades. Semejante noticia reveló al padre Landa que aún el cristianismo no estaba suficientemente arraigado, y que muchos indios, por veleidad o por afición a sus antiguas creencias, volvían a la idolatría con el corazón ligero. Se propuso entonces extirpar este vicio con mano férrea, sin considerar que los indios adultos no habían podido arrancarse en su totalidad hábitos inveterados que no se desarraigan, aun en la gente culta, sino a fuerza de paciencia, trabajo y educación constante que cambie y transforme las ideas y los sentimientos. Se trasladó personalmente a Maní en compañía de fray Miguel de la Puebla y de otros dos religiosos, y allí, con la facilidad que le daba su pericia en el idioma maya, practicó una información minuciosa, de la cual sacó en limpio que la idolatría todavía existía en el cacicazgo de Maní, y en los de Cupul, Cochuah y Acanul, y que hasta había sospechas de que algunos indios que habían muerto cristianos y habían sido sepultados como tales, en realidad habían sido idólatras.

«Preocupado, irritado con el ultraje hecho al cristianismo por aquellos neófitos, y movido de un celo imprudente, se creyó, a falta de obispo como juez eclesiástico, con jurisdicción bastante para castigar el delito de idolatría, y aun se arrogó las facultades de inquisidor, pretendiendo sujetar a los indios al tribunal de la Inquisición, cosa que siempre resistieron las autoridades supremas españolas pues, como es sabido, la Inquisición nunca en América juzgó a los indios, ni éstos felizmente estuvieron jamás sujetos a su jurisdicción.

«Invocó el padre Landa el auxilio del brazo secular, presentando una provisión de la Audiencia de Guatemala, en que se ordenaba al alcalde mayor de Yucatán que diese auxilio al provincial, en los casos en que a los obispos se acostumbraba dar para el fácil y pronto ejercicio de sus facultades judiciales en los casos en que por derecho hubiese a ello lugar. Diego de Quijada pasó personalmente a Maní, y se persuadió de que realmente se habían descubierto idolatrías, y en vista de la provisión de la Audiencia, tuvo la indiscreción de prestarse dócil a auxiliar al padre Landa. Nombró alguaciles para prender a los presuntos reos, y constituido ya el tribunal inquisitorial, el padre Landa como pretendido supremo juez, con toda la firmeza de su carácter absoluto, se puso a castigar sin misericordia. Expidió edictos inquisitoriales, y organizó la tortura con algunos de los espantosos accesorios que se acostumbraran emplear en aquella época como medio de investigación en todos los tribunales del mundo, pues desgraciadamente entonces era tal el atraso del derecho penal, que se consideraba lícito usar el tormento para averiguar la verdad.

«Por orden del padre Landa prendieron a los indios sospechosos de idolatría, y los exhortaban a confesar su delito y revelar dónde tenían escondidos los ídolos. Si las exhortaciones no tenían éxito, los azotaban con cien azotes y más, y si ni con esta cruel flagelación se resolvían a confesar, los colgaban por las muñecas y con pesas de piedras en los pies en la ramada de la iglesia; a otros les pringaban con cera derretida las espaldas y barriga. El temor y espanto cundió entre los indios, y hubo quienes se confesaron delincuentes, y otros que fueron convictos de delito. Había apresuramiento en hacer al provincial entrega de los ídolos, altares, signos, jeroglíficos y vasos. Hay quien afirma que se recogieron 2,000,000 de ídolos, aunque otros reducen el número a 5,000, con 13 piedras que servían de altares, 22 pequeñas de varias formas, 27 rollos de signos y jeroglíficos en piel de venado, y 197 vasos de todas dimensiones y figuras. Y era que no solamente entregaban los delincuentes los instrumentos de su delito, sino que hasta los inocentes, por intimidación, caminaban 20 y 30 leguas por buscar ídolos en los campos y milpas; otros hurtaban a los que los poseían, para entregarlos, y aun había quienes los hacían de nuevo, por tener ídolos que entregar y testificar así su fidelidad.

«Concluida la averiguación, y puestos en prisión los que se decían culpados, el padre Landa resolvió dar el espectáculo de un Auto de Fe, imitando lo que la Inquisición practicaba en España. Al efecto, señaló el día, y requirió la asistencia de las autoridades civiles y políticas, e invitó a todos los españoles e indios que pudo. El día marcado, apareció en la plaza de Maní un gran tablado con el estrado correspondiente para los jueces y dignatarios y el local destinado para los acusados y las personas distinguidas de la asistencia. Un gentío inmenso cubría la plaza ansioso de presenciar un acto tan nuevo como aterrador, y, en efecto, el padre Landa procuró rodear el hecho de todas las circunstancias a propósito para intimidar a los indios y hacerles concebir grande horror a la idolatría. A la hora fijada, el alcalde mayor y sus oficiales ocuparon sus puestos juntamente con el padre Landa y tres frailes que le acompañaban. Empezó el acto con el juramento que prestaron los alcaldes de obedecer a los supuestos jueces inquisidores: en seguida se leyeron las sentencias recaídas en los procesos, y en las cuales a muchos indios se condenaba a llevar el sambenito por 10 años y a servir a los españoles por igual tiempo; a otros se les condenó a prisión en el monasterio de San Francisco de Mérida o se les impuso multas de dos, tres y más ducados; y a los menos culpados a dos o cuatro reales; pero fueron tantos los reos, que las multas subieron a 5,000 tostones. Los condenados aparecieron en el tablado vestidos con el sambenito y la coroza en la cabeza, y presenciaron toda la solemnidad y especialmente las hogueras que se encendieron para quemar los huesos y las estatuas de unos 70 indios que se averiguó habían muerto en la apostasía fingiéndose cristianos, y cuyos cadáveres se mandaron desenterrar del campo santo, a fin de entregarlos a las llamas. En las mismas hogueras perecieron también los ídolos, vasos, altares y libros de antigüedades de los indios. Ningún acusado fue condenado a muerte en el Auto de Fe; pero el susto y espanto que produjo entre los indios el procedimiento del padre Landa hizo que seis indios se ahorcasen en los montes y dos se diesen con piedras en la garganta mientras estaban en la cárcel; pero de esto decía el padre Landa que tenía tanta culpa como Cristo de haberse ahorcado Judas.

«Concluido el Auto de Fe, los presos fueron llevados a Mérida, y el padre Landa y sus compañeros volvieron a su monasterio, muy seguros de que en mucho tiempo no se volvería a dar caso alguno de idolatría en Maní y sus contornos, y en realidad aseguraba el padre Cogolludo en 1656 que por muchos años no se halló ni se supo de idolatría alguna entre los indios de Yucatán».

En los días de tan deplorables sucesos llegó a Yucatán para hacerse cargo de la Diócesis el nuevo obispo, fray Francisco de Toral, quien entró en conflicto con los frailes franciscanos y, en lo personal, con fray Diego de Landa, al que se hizo objeto de graves acusaciones por sus excesos, el del Auto de Fe de Maní en primerísimo lugar, y de las que Landa tuvo que defenderse en España ante el Consejo de Indias.