Cementerios (Mérida) En los tiempos coloniales se acostumbraba sepultar a los cadáveres en cementerios contiguos a las iglesias, salvo en casos de epidemia cuando los deudos se veían obligados a inhumarlos provisionalmente en terrenos preparados en el campo y situados en rumbo contrario al viento reinante en cada población. Los cementerios coloniales consistían en un espacio comprendido entre cuatro paredes, algunos de ellos, con una capilla o cruz en su recinto. En la segunda mitad del siglo XIX, Mérida contaba con cuatro divisiones parroquiales: El Sagrario de la Catedral, San Cristóbal, Santiago y Dulce Nombre de Jesús, que tenían cementerios situados comúnmente en los atrios de sus iglesias parroquiales y vecindades de otras capillas comprendidas dentro de su jurisdicción; también se realizaban entierros en la Ermita de Santa Isabel, de Nuestra Señora de la Candelaria, en San Juan Bautista e Iglesia de Jesús.
Las personas tenían como destino final lugares de acuerdo a su posición social y económica, por ejemplo la gente de dinero era inhumada en el interior de la Catedral y otros templos, mediante el pago correspondiente de los derechos estipulados. El atrio y el trascoro de la Catedral se hallaban destinados a este objeto. Para 1787 el rey Carlos III ordenó, por Cédula Real, la construcción de cementerios fuera del poblado. En 1804 otra Cédula Real confirmó la anterior y puso fin a las prácticas antihigiénicas. A Yucatán, la primera de tales órdenes llegó durante el gobierno de Lucas de Gálvez, pero no se le dio cumplimiento sino hasta principios del siglo XIX, en tiempos del gobernador Benito Pérez Valdelomar.
A partir del viernes 5 de noviembre de 1802 dejó de inhumarse en la Catedral y comenzó a funcionar el Cementerio de Santa Lucía como solución provisional. Posteriormente, por los años de 1820 a 1821, en virtud de una orden de las Cortes Españolas, de fecha 1 de noviembre de 1813, se construyó el Cementerio General que se inauguró el 31 de octubre de 1821. El Ayuntamiento de Mérida, en cumplimiento de la orden, había comprado la finca rural San Antonio Xcoholté, situada a unos cinco kilómetros al suroeste de la ciudad, en lugar favorable para ese uso. Se distinguieron en la dirección de esta obra los regidores N. Gómez Remedios y Clemente Gómez. La calzada de 1,000 a 1,200 metros de largo fue dirigida por Mariano Carrillo de Albornoz. Concluido el cementerio, fue puesto a disposición del gobierno eclesiástico, comprometiéndose los curas de las cuatro parroquias de la capital, a pagar cada mes al Ayuntamiento una cantidad determinada, hasta cubrir su valor. Un capellán administraba la fundación. En 1868, y como consecuencia de las Leyes de Reforma expedidas en 1859 por el gobierno de Benito Juárez, que determinaron la nacionalización de los bienes de la Iglesia, el cementerio pasó al gobierno civil, hasta el Segundo Imperio, en 1864, en que volvió a depender de la Iglesia, posesión efímera pues una orden imperial del 27 de marzo de 1865 dispuso que todos los cementerios del Imperio estuviesen inmediata y exclusivamente administrados por la autoridad política. Desde entonces, los cementerios dependen del gobierno civil. El primer entierro en Xcoholté se efectuó el martes 6 de noviembre de 1821, tres días después de la inauguración; el difunto fue el teniente retirado Felipe Trejo. La última inhumación en Santa Lucía se había realizado el sábado 3 de noviembre y fue la del párvulo Joseph Esteban Duarte, hijo legítimo de Serafino Duarte y Olaya Domínguez, mestizos de esta ciudad. Los terrenos de Xcoholté fueron ocupados masivamente en junio de 1833, cuando se desató la primera gran epidemia de «cólera morbus», así como la segunda, que se presentó en 1853; la mayoría de los cadáveres fueron depositados en fosas comunes.
En 1871 el gobierno de Manuel Cirerol, embelleció el Cementerio General con dos hileras de laureles en la calzada y con un hermoso pórtico de cantería, el cual fue sustituido después por uno de mampostería. Tuvo un pórtico de hierro que separaba el lugar de las tumbas de la calzada, y en su dintel tenía una loza en la cual se hallaban escritos unos versos atribuidos al poeta Pedro Ildefonso Pérez y que decían: «Venid a mí y contemplad /vuestra historia descifrada;/ ¿qué es la triste humanidad?/ podredumbre, polvo, nada/ más allá, la Eternidad”. Posteriormente, con el crecimiento de la ciudad de Mérida, se hizo necesario pensar en la creación de nuevos lugares propios para la fundación de cementerios. En mayo de 1947, el gobernador del estado, en ese entonces José González Beytia, inauguró el Panteón Florido del cual fue concesionaria «La Popular de Mérida» cuyo consejo de administración estaba representado por Alfonso Rivas O. y Frank Vadillo O.; se trató de una obra que pretendía ofrecer a la sociedad un panteón como los mejores en el extranjero. Este proyecto fue concebido con la idea de que los familiares de los fallecidos sepultaran a sus seres queridos en un ambiente fuera de lo convencional, más agradable, alejando en lo posible la visión tétrica del clásico modelo de cementerio. Éste quedó ubicado en la calle 66, abarcando en sus inicios un total de 16 manzanas; en el momento de su inauguración, contaba con dos edificios: el de la administración y la cámara mortuoria, ésta última con dos salas anexas: una para autopsias y otra para servicios sanitarios; tenía concluido buen número de bóvedas diseminadas en distintas formas, el número de personas que calculaban podía recibir sepultura alcanzaba a 7,000. El proyecto seguía normas observadas en los Estados Unidos y otros países avanzados; se planeó cultivar en el Panteón, árboles y rosales; respetar los desniveles del suelo; instalar fuentes en las calzadas y aprovechar las cuevas de las que se extrajera material de construcción para formar espejos de agua. Cada bóveda al frente tendría un marcador de hierro, las bóvedas serían a perpetuidad y los monumentos de adorno deberían guardar una posición horizontal y una altura máxima de 40 cm. En la sección especial, denominada artística, se podrían levantar otra clase de monumentos, siempre y cuando fueran aprobados por la dirección del establecimiento, encargado de controlar esas construcciones. Contaría con un vivero de plantas ocupando una extensión de dos manzanas de terreno. El Cementerio de Xoclán fue construido durante la administración del gobernador Francisco Luna Kan e inaugurado en 1981, como una alternativa necesaria debido al agotamiento de espacio del antiguo cementerio general. Para 1993, Xoclán albergaba 11,000 sepulturas, contrastando con la ocupación del histórico Cementerio General, con 18,000; por tanto, se aseguraba que todavía su crecimiento soportaba unos 20 años más, mientras que el Cementerio General sólo seis años más, debido a su sobresaturación.
Xoclán fue puesto en servicio en 1982, con las víctimas de la tragedia de la Plaza de Toros (durante el cierre de campaña a la gubernatura de Graciliano Alpuche Pinzón); contaba, en la fecha ya mencionada, con 550 módulos, así como un Mausoleo de Hombres Ilustres. El director del Cementerio en 1993, Julián Maiza Escalante, señalaba, en ese entonces, que muchas personas abandonan a sus muertos, por lo que la Dirección realiza un trámite ante el Registro Civil que se conoce como «exhumación por abandono»; obtenidos los permisos, se procede a la exhumación de los restos que en grupo de 20 o 30 se incineran y depositan en la fosa común. Al año se realizan unas 80 exhumaciones de este tipo; en ese entonces, existían unos 240 restos enterrados en la fosa común de Xoclán. En la actualidad, el Cementerio General representa un lugar lleno de historia, convirtiéndose en parte del itinerario de muchos turistas extranjeros que lo recorren acompañados de un guía local que les muestra la variedad de sepulcros, desde los más antiguos y decorados, algunos de ellos con obras realizadas por artistas europeos, hasta las más recientes y modestas tumbas. Se ha generado un mundo, donde diversidad de personajes como el «muertero» o enterrador de muertos, la florista, los niños que limpian las tumbas, los que venden refrescos y golosinas, ligan su existencia y cotidiano vivir, paradójicamente, al recinto de los muertos.