Piratería

Piratería  La piratería en el mar era un hecho muy antiguo en distintos lugares del mundo ya que los pesados barcos de transporte, atiborrados de mercancías y casi desarmados, eran presas fáciles para las naves rápidas y las tripulaciones aguerridas que se dedicaban al asalto. Cristóbal Colón encontró corsarios franceses en dos de sus viajes al Nuevo Mundo.

A medida que avanzaban el descubrimiento y la colonización de América, las pesadas naves españolas llevaban a los súbditos americanos productos manufacturados que alcanzaban precios muy altos en los mercados de ultramar y traían hacia la metrópoli los metales preciosos y las materias primas que con tanta abundancia se extraían en el Nuevo Mundo. Piratas y corsarios esperaban al acecho, a lo largo de las costas españolas, las naves que regresaban para asaltarlas y robar sus preciosos cargamentos. En España se decidió, en 1501, la construcción de dos carracas bien armadas para proteger las costas españolas y la Flota de Plata, pero los aventureros siguieron las rutas marítimas y pronto llegaron al Caribe donde abundaban las islas para aprovisionarse y los navíos para asaltar. En 1513, llegaron a las Antillas dos carabelas armadas para proteger a las naves hispanas. Desde entonces se inició una larga guerra que costó muchas vidas humanas y muchos recursos económicos y materiales.

Las medidas tomadas por las autoridades españolas siempre fueron insuficientes para lograr una solución definitiva. España, a pesar de poseer el imperio más grande del mundo, nunca desarrolló una política naval que le permitiera mantener una verdadera y continua relación con sus colonias, no sólo para salvaguardar los intereses económicos, sino también para mantener la unidad de este vasto imperio, ya que sin el ir y venir de la flota, las posesiones españolas de América quedaban desvinculadas de la metrópoli y con ello el imperio español estaba condenado a desaparecer. En las naves venían a los reinos de ultramar el nuevo virrey, el arzobispo, los inquisidores, los frailes, los artesanos y parte misma del pueblo de España que contribuía a fundar y a poblar las ciudades del Nuevo Mundo; venían también las noticias de la patria lejana, las reales cédulas, el papel sellado, el azogue, el vino, los libros, las cartas, las plantas y los animales domésticos, el poder o la desgracia. El arribo de las flotas fue siempre esperado con no menos interés que impaciencia, según refiere Francisco Santiago Cruz, en su libro: Los piratas del Golfo de México.

Carlos V, que estaba consciente de la importancia que para España representaban la marina y las comunicaciones oceánicas, trató de impulsar la construcción de barcos y el fortalecimiento de las flotas; sin embargo, su hijo, Felipe II, nunca logró comprender que debían supeditarse las fuerzas terrestres a las marítimas y que el único éxito posible dependería del dominio que España lograra establecer sobre el mar. Para librarse de Inglaterra, movilizó todas las naves disponibles para integrar su Armada Invencible que, bajo el mando del inepto duque de Medinasidonia, fue derrotada por las tormentas, el almirante Howard Effinghan y el pirata Francis Drake. Se perdió, además de 81 barcos y 17,000 hombres entre muertos y prisioneros, toda esperanza de lograr el dominio del mar. Sólo regresaron a España 53 naves y menos de 10,000 soldados. Desde entonces, España sólo buscó consolidar una política defensiva, dejando la iniciativa a Inglaterra, Francia y Holanda.

Otro hecho curioso influyó en el desarrollo de la marina española: el único puerto español habilitado para el tráfico con el Nuevo Mundo era Sevilla, situado sobre el río Guadalquivir, a 15 leguas del mar. Para llegar o salir de Sevilla había que transitar por el río poco profundo cortado por bajos, barras y otros obstáculos que no permitían el paso a naves de gran calado. Así, con la selección de este puerto, se impuso un peso y un tamaño máximo a las naves españolas destinadas a América que fueron siempre inferiores en capacidad y poder defensivo respecto de las naves inglesas. Mientras tanto, los ingleses, que no tenían colonias en América, pero que querían participar en el reparto de los beneficios obtenidos, desarrollaron una impresionante fuerza naval que les aseguró el control de los mares. «Al final del reinado de Isabel destinaban 30,000 libras al sostenimiento de su escuadra. En la restauración (1660) se calcularon necesarias 800,000 libras para el gasto de la armada, que consumía a lo menos medio millón por año al finalizar el siglo. En 1679 votó el Parlamento 600,000 libras para nuevas construcciones. En 1693 ¡Dos millones! ¡Nada dijeron estas cifras! A nuestros puertos —españoles— arribaban los galeones que Dios quería, cargados de oro y plata; y en las disparatadas campañas en el Continente se enterraba toda esta riqueza, empeñados los Austria sobre el gran tablero de Europa en una táctica alucinante, sin prever el jaque a su Corona y más tarde a nuestro imperio», señala José Carlos de Luna en La mar y los barcos, en la obra de Santiago Cruz. Así pues, mientras España limitaba la capacidad de su marina y despilfarraba los recursos obtenidos por su falta de visión, los demás países desarrollaban una labor activa que, además de darles una posición preponderante en los mares, proporcionaba una serie de beneficios adicionales, como los múltiples empleos tanto en tierra firme como en el mar, que hacían que los recursos obtenidos se desparramaran entre un número cada vez mayor de individuos. Los campesinos ingleses sin tierras y la población urbana desempleada se convertían en marinos, comerciantes o artesanos navales mientras que, en España, no tenían más alternativa que emigrar al Nuevo Continente.

Los países protestantes que no reconocían la autoridad papal, no aceptaban tampoco la bula Inter caetera del Papa Alejandro VI que entregaba las tierras recién descubiertas, en propiedad exclusiva, a los monarcas católicos. El flujo de riquezas que del Nuevo Continente llegaba a España despertó una codicia explicable entre las demás naciones; legítima desde su punto de vista, aunque criminal desde el punto de vista hispano. La piratería tomó entonces un aspecto con múltiples facetas ya que implicaba consideraciones políticas ante la legitimidad de la donación exclusiva del Nuevo Mundo a España y Portugal, la cual no era admitida por las demás naciones y consideraciones económicas, ya que la pobreza insular de Inglaterra no podía mitigarse más que mediante el flujo de riquezas provenientes del exterior y que permitía sostener la estructura social inglesa, implicando la participación de todas las clases sociales en las actividades derivadas de la piratería y del contrabando. Puede esquematizarse diciendo que, desde los monarcas y los aristócratas, hasta el campesino sin tierras empleado como grumete, pasando por la clase media, toda la sociedad inglesa tenía una participación directa o indirecta en esta actividad.

Como ejemplo podemos citar el caso de Francis Drake quien —dice Santiago Cruz en su libro— para su tercera campaña contra los españoles, contaba con el apoyo extra oficial inglés: «los patrocinadores (de su expedición) fueron los de costumbre. La reina (Isabel I) le confió dos de sus mejores naves: el Arot, de doscientas toneladas y el Bonaventura, de seiscientas. Contribuyeron además los mercaderes ingleses con varias embarcaciones, entre ellas el galeón Leicester de cuatrocientas y otras naves más como el Tiger, el Minion, el Swallow y el Primrose. Drake escogió como nave almiranta el Bonaventura, por ser la mejor artillada y de mayor tamaño».

Así como en su tiempo la conquista española fue una empresa privada apoyada por los reyes católicos, las empresas piratas inglesas y francesas tuvieron este mismo carácter, ya que los monarcas mismos participaban a título particular. Esta participación no implicaba, de ningún modo, un reconocimiento oficial que hubiese entorpecido las relaciones diplomáticas con España.

Las rutas seguidas por las flotas españolas eran fijas debido a la necesidad de contar con puntos de abasto para las lentas y pesadas naves. Los barcos que salían de Sanlúcar tardaban de ocho a 10 días en recorrer las 275 leguas hasta las Canarias, donde cargaban agua, leña, carbón y comestibles antes de emprender la gran travesía de más de mil leguas hasta la Dominicana o Martinino, 25 o 30 días después. En los primeros años, la flota sólo contaba con la protección de naves armadas hasta las Canarias; fue sólo a partir de 1526 cuando recibió protección hasta la Dominicana. De acuerdo con Cruz, «los navíos con destino a Veracruz hacían escala en el puerto de Ocoa, en la isla Española, de donde proseguían hasta llegar al Cabo de San Antón, la parte más occidental de Cuba. De San Antón las flotas podían seguir dos rutas, según fuese la época del año. En verano navegaban próximas a las costas septentrionales de Yucatán siguiendo el paralelo veintidós aproximadamente, hasta llegar al meridiano noventa y uno. Cuidábanse de los bajos de Alacranes, Arenas y Triángulo. De esta posición tomaban el rumbo suroeste hasta acercarse a la costa de la Nueva España y llegar a Veracruz. Del puerto de Ocoa al de Veracruz se habían recorrido unas quinientas setenta leguas en un tiempo no menor de treinta días. Durante el invierno se navegaba del Cabo de San Antón más al Norte hasta llegar aproximadamente al paralelo veinticinco. De allí proseguían hacia el Poniente, para encontrar el meridiano noventa y dos de donde enfilaban al Suroeste, para arribar al puerto de Veracruz. Si bien la distancia recorrida era mayor, el tiempo empleado era aproximadamente el mismo de treinta días, por favorecer para ello la brisa».

El regreso a España se hacía de modo distinto ya que las flotas (la de Nueva España y la de tierra firme que salía de Cartagena) tenían que juntarse en La Habana, Cuba, antes de emprender la travesía.

«La flota que salía de Veracruz a La Habana luchaba contra los vientos contrarios. Los vientos SSE y SE de las proximidades del canal de las Bahamas, ponían a prueba la destreza de los pilotos…» —indica Cruz—, para no quedar atrapados en las costas de Florida. Se tardaba de nueve a 10 días para llegar a La Habana, saliendo en marzo de Veracruz.

Desde ahí, había dos rutas según fuese verano o invierno, para aprovechar mejor los vientos. En las Azores, se aprovisionaba la flota que proseguía su ruta rumbo a Sanlúcar.

Las naves de la flota de la Nueva España que viajaban a Honduras, al llegar al Cabo Tiburón de la Española, tomaban rumbo al Este por el lado sur de la Jamaica y luego se dirigían a Trujillo y Puerto Caballo.

Las naves no podían viajar solas por el peligro existente y en 1561, Felipe II emitió una cédula en la que disponía que cada año salieran dos flotas escoltadas por una armada. Para el regreso, las dos flotas se juntaban. Describe Cruz que: «la salida de las flotas estuvo sujeta a varios factores, entre ellos el número de navíos que se reunían, así como también a la protección que pudiera darles la Real Armada, destinada a guarnecer las Carreras y las Indias. En 1852 se ordenó que las flotas para Nueva España salieran en mayo y en agosto, las de tierra firme. Pero… tanto la salida como el regreso de las naves nunca estuvo sujeto a fechas determinadas».

Ataques de los piratas. Para adquirir los favores de Carlos V en los pleitos que sostenía con Velázquez, Cortés mandó al emperador una preciosa colección de objetos de oro y plata destinada a relucir la importancia de su conquista y los beneficios que ésta aportaría a la Corona. Cortés describe algunos de los objetos que integraban este tesoro, según la cita de Artemio del Valle Arizpe, en sus Notas de platería: «…muchas piedras finas, en (particular) una esmeralda como la palma de la mano, cuadrada y que remata en punta de pirámide; una vajilla de oro y plata en tazas, jarros, escudillas, platos, ollas y otras piezas, vaciadas unas como aves, otras como peces, otras como animales, otras como frutas y flores, y muy al vivo: muchas manillas, zarzillos, sortijas, bezotes o arillos que los indios traían pendientes de el labio inferior, derivado de él el término bezo, y joyas de hombres y mujeres, algunos ídolos y cerbatanas de oro y plata lo cual valía más de ciento y cincuenta mil ducados, además de esto llevaban muchas máscaras, mosaicos de piedras finas pequeñas con las orejas de oro, los colmillos de hueso, muchas ropas de sacerdotes gentiles, frontales, palias y otros ornamentos de templo tejido de plumas, algodón y pelos de conejo, huesos de gigantes que se hallaron en Culhuacan y se han visto y hallado otros muchos en la Diócesis de Puebla, lo que parece prueba, que es cierto, que los tlaxcaltecas mataron hombres gigantes…»

El barco que llevaba el tesoro, en el que iba Alonso de Ávila, fue tomado por el pirata francés Jean Fleury en 1521 y las joyas fueron ofrecidas a Francisco I, rey de Francia. De Ávila, también escrito Dávila, estuvo algunos años prisionero en Francia antes de volver a la Nueva España. Por su parte, Fleury siguió con su empresa hasta que en 1527 fue apresado por el capitán Martín Pérez de Irízar y ahorcado por órdenes de Carlos V. En un texto de Álvaro de Santa Cruz se informa que Fleury, durante su vida de pirata, había robado y hundido a más de 150 naves, como él mismo lo confesó. Otro de los objetos famosos que tuvieron un destino similar fue el Códice Mendocino que, enviado a España, cayó en poder de unos piratas franceses poco antes de 1533. El manuscrito llegó a manos de André Thevet, cosmógrafo del rey de Francia, quien más tarde lo vendió a Richard Hakluyt, capellán del embajador británico en París. A la muerte de éste, lo obtuvo Samuel Purchas y luego John Selden. Al fallecer este último en 1564, lo heredó la Universidad de Oxford y por ende la Biblioteca Bodleiana de esa universidad.

Los productos que más atraían la codicia de los piratas eran obviamente el oro y la plata, materiales poco explotados por los indígenas y cuyos yacimientos eran casi vírgenes. El descubrimiento de estos yacimientos empezó desde la Conquista y algunos, por su importancia, continúan siendo explotados hasta el presente. El Cerro del Potosí en Bolivia y Perú, las minas de Huancavelica y el Cerro de Pasco, en Perú, las minas de Guanajuato y Zacatecas, en México, aportaron la mayor parte del oro y de la plata que circulan en el mundo.

Las minas de Potosí produjeron entre 1544 y 1864 el equivalente a 3,200 millones de pesos plata, según Ulivarri y siguen en explotación. Las obras realizadas para conseguir el metal fueron gigantescas: en Huancavelica se perforó un pozo de 600 m de profundidad con una boca de entrada de 60 m de diámetro y con innumerables galerías horizontales, señala Ulivarri. Las exportaciones a España, indica este autor, resultaron fabulosas: «…desde el año del descubrimiento, 1492 al 1500, unos trescientos mil pesos oro anuales. Desde 1500 al 1545 unos tres millones de pesos oro anuales. Desde 1545 al 1600, el promedio subió a once millones y desde 1600 hasta 1750, la cifra anual alcanzó veinticinco millones de pesos oro… la intensificación de la explotación, a partir de 1748, permitió desde entonces alcanzar un promedio anual de exportación de unos cuarenta y cinco millones de pesos oro…»

Muchas riquezas se perdieron en el mar en numerosos naufragios. Ulivarri enumera los siguientes: en 1622, un convoy naufragó en los Bajos Mártires, en el canal de las Bahamas y se perdieron la nave almiranta, dos galeones y seis naos. El galeón Santa Margarita se hizo pedazos en la isla de Matacumbé y con la ayuda de buzos se logró salvar parte del oro bajo la mirada de los piratas.

En 1630, naufragaron dos galeones al mando de Antonio Otaiza cerca del Cabo Sable, Florida. Sólo pudieron salvarse un poco del oro y parte de la artillería de bronce. En 1633, se perdió totalmente un convoy al mando de Martín de Vallecilla entre La Habana y Matanzas. En 1640, naufragó un convoy en el canal de las Bahamas, perdiéndose entre otras la nave almiranta comandada por Gerónimo de Sandoval.

En 1641, al norte de Santa Clara, desaparecieron 11 barcos de la Flota de Plata, al mando de Roque Centeno. En 1556, se perdió el galeón al mando de Martín de Orellana, muriendo 605 hombres y perdiéndose el tesoro que estaba a bordo. Ese año, en los bajos de los Mimbres, naufragó el navío al mando de Francisco Solís, muriendo 650 personas y de los cinco y medio millones de pesos en oro y plata, sólo se recuperó alrededor de uno y medio. También en 1556, en el bajo de las Maravillas, se perdieron cuatro navíos con un inmenso tesoro a bordo.

En 1691, en los bajos de la Vívora, al norte de Jamaica, naufragaron cuatro galeones al mando del marqués de Bao. Del tesoro que llevaban, sólo se recuperaron 200,000 pesos, el resto quedó a merced de los piratas. Del naufragio ocurrido en 1698 en Cibarimar, a seis leguas de La Habana, se logró recuperar poco más de dos millones de pesos que llegaban de México.

En 1712, naufragó en Jamainitas, al oeste de La Habana, un galeón comandado por Diego de Alarcón, procedente de México, perdiéndose dos millones de pesos de los tres que llevaban a bordo. Ese año, al norte de Nuevitas, se perdieron dos galeones al mando de Andrés de Arriola con un enorme tesoro.

En 1715, en el Canal Nuevo de Bahamas, naufragó totalmente la Flota de Plata, procedente de México. Fue necesario rodear el lugar con naves españolas para impedir el saqueo de los piratas y poder rescatar el tesoro hundido.

En 1733, en los bajos de los Mártires, se perdió totalmente un convoy al mando de Rodrigo de Torres y los piratas ingleses y franceses recuperaron parte del tesoro.

En 1751, el galeón La Limeña se perdió con 2,250,000 pesos oro, y en 1752 naufragó en el Canal de las Bahamas el galeón Soberbio con casi tres millones de pesos oro, de los cuales se rescataron menos de un millón. Estas cifras dan una clara idea de las riquezas que desde América fluían hacia España y explican las razones por las que tantos piratas insistían desesperadamente para apropiarse aunque sea de una mínima parte de éstas, tanto en beneficio propio como en el de los países que los amparaban. Contando con el beneplácito del rey de Francia, todo tipo de aventureros, en barcos más o menos equipados y con tripulaciones más o menos improvisadas, intentaban la gran travesía hasta las Antillas en busca de fortuna. Un recorrido de esta índole, de unos 14 000 km, no estuvo al alcance de todos y muchos desaparecieron sin dejar huella. Sin embargo, ya en 1535, los mares alrededor de las islas antillanas y del Caribe, así como de la América Central, estaban infestados de gente indeseable. Las embarcaciones usadas por los piratas eran de los tipos más variados: desde naves construidas ex profeso hasta buques improvisados pasando por toda la gama de barcos convencionales. El patache, ligero y veloz, permitía el reconocimiento de los bajos y la vigilancia de estrechos y cabos y daba avisos de peligro o de alistamiento para los asaltos. La versatilidad de este tipo de barco lo convirtió en una de las naves más utilizadas por los piratas.

El galeón, barco grande de mucha manga, era usado para el transporte de mercancías y esclavos, desplazando, en algunos casos, hasta 1 000 t. Tenía arboladura de tres mástiles, el trinquete, el maestro y el artimón y velas cuadradas. Con frecuencia venía artillado y a veces armado en guerra. La galeaza, de tamaño mediano con arboladura de tres mástiles y velas latinas, se propulsaba también con remos manejados por siete remeros cada uno, dispuestos éstos en un total de 25 a 30 hileras de bancas, en caso de maniobras rápidas. En la popa, disponía de dos grandes remos destinados a reforzar el timón y numerosas troneras para armas ligeras de fuego.

La galeota era una embarcación chica y muy veloz, con eslora de hasta 120 pies y manga de 16 pies. Las velas eran latinas apoyadas por 20 a 32 pares de remos manejados por varios hombres encadenados a sus bancas, llamados galeotas, formando la «chusma» al cuidado del cómitre o caba de varas.

El mayor de todos los barcos de combate era el navío, de tres puentes y fuertemente artillado, cuya construcción, afirma Ulivarri, requería de «185,000 pies cúbicos de madera para el casco, costillas y cubierta, 18,000 pies cúbicos para mástiles y crucetas, 4,500 quintales de hierro y 400 suintales de cobre en planchas para forrar sus fondos, ascendiendo el valor de materiales y jornales a unos quinientos mil pesos».

Otras naves eran usadas para otro tipo de funciones. El brulote, escogido entre navíos o galeones viejos y deteriorados, era utilizado exclusivamente para el abordaje y venía equipado para este fin, de modo tal que al pegarse a su presa no se desprendiera de ésta. Con frecuencia venía cargado con combustibles y explosivos para destruir las naves de guerra enemigas.

Las empresas de corsarios y piratas se hacían cada vez más importantes y mejor organizadas. En Rouen y Dieppe, puertos franceses, Franois Le Clerc, apodado «Pie de Palo», organizó con el beneplácito del rey de Francia y la participación de particulares, una armada que se componía de 10 naves armadas de diversos tamaños para dirigirse a las Antillas. Saqueó Santo Domingo y Puerto Rico a mediados de 1533 y en su camino de regreso tomó Santa Cruz de las Palmas, en las Canarias y, para concluir su hazaña, destruyó los conventos, profanó iglesias y quemó la ciudad. Jacques de Sores, antiguo lugarteniente de Le Clerc, organizó poco después su propia expedición llevando como segundo al navarro Juan de Plano y por piloto al portugués Braz. Saqueó Santa Marta y apuñaló, en su odio fanático contra el catolicismo, la imagen de la virgen de la iglesia de esta ciudad colombiana. Tomó La Habana, saqueó la ciudad y degolló a más de 20 personas prominentes del puerto.

La importancia de los beneficios obtenidos era proporcional al poderío de las armadas y, si bien los barcos piratas que navegaban solos lograban algunas presas, las grandes ganancias se alcanzaban con la ventaja de la fuerza.

Inglaterra decidió entrarle también al negocio de la piratería y su primer empresario fue John Hawkins, quien mezclaba actividades piratescas y comerciales con el contrabando y tráfico de esclavos. Después de su primer viaje provechoso a las Antillas en 1562, organizó una segunda expedición en 1564 en la que la reina Isabel colaboró con el «Jesús de Lubeck» de 700 t, armado con numerosos y poderosos cañones, en el cual visitó las Antillas y la América Central.

En 1567, zarpó su tercera expedición, pero avisados por su embajador en Londres, los españoles se prepararon para recibirlo. Además del «Jesús de Lubeck», la reina le confió el «Minion» de 300 t y los comerciantes de Londres, cuatro naves menores. Después de cargar esclavos en la costa de Guinea, navegó a la Dominicana, luego a la isla Margarita y al puerto de Borburata, donde empezó sus trueques. Llegó al puerto de Río de la Mancha en Colombia, donde utilizó sus cañones para convencer a los españoles de comerciar con él y repitió la misma hazaña en Santa Marta. En Cartagena, fue recibido a cañonazos, pero desembarcó en una isla cercana y comerció tranquilamente con los mercaderes de Cartagena, a pesar de las órdenes del gobernador.

Sorprendido por una tempestad cerca del Cabo de San Antón, se dirigió hacia las costas mexicanas y cerca de Cabo Catoche capturó un barco cuyo piloto le indicó que en San Juan de Ulúa podría reparar sus naves. Tomó el puerto por sorpresa y soñaba con apoderarse del tesoro de oro y plata que se mandaba cada año a España, cuando llegó una flota española en la que venía el virrey Martín Enríquez de Almanza, compuesta de 13 galeones. Después de sostener algunas pláticas, el virrey ordenó el 22 de septiembre de 1568 el ataque a las naves inglesas. El «Jesús de Lubeck» fue capturado y el «Minion», averiado y perdida su carga, logró salir del cerco; se hundieron el «Ángel» y el «Swallow». A Hawkins sólo le quedaba el «Minion» y un patache, pero otro de sus barcos logró escapar, el «Judith», al mando del cual se encontraba un desconocido: Francis Drake.

En Tampico, Hawkins dejó desembarcar a varios ingleses que fueron capturados el 15 de octubre y juzgados por la Inquisición. Los expedientes del juicio llevado a cabo y de las sentencias impuestas a estos prisioneros se conservan en el Archivo General de la Nación, de México, Ramo de la Inquisición, tomo 52, fjs. 64 a 140, y tomo 52, fjs.144 a 381. (Véase: Corsarios franceses e ingleses en la Inquisición de la Nueva España. México, 1945. Durante la travesía se hundió el patache y fue en estas tristes condiciones como llegó el gran capitán a Plymouth.

Cuando participó en la expedición de Hawkins a Veracruz, Francis Drake, capitán de una de las naves, tenía apenas 22 años. Poco después, al mando del «Dragón», capturó cerca de Panamá dos naves españolas cargadas de oro y plata y sin esperar, regresó a Plymouth. En 1572, organizó un ataque a «Nombre de Dios» y logró apoderarse del tesoro del rey. En 1585, al mando de una poderosa escuadra, tomó y saqueó durante un mes la ciudad de Santo Domingo y poco después Cartagena, logrando un copioso botín. Atacados por el vómito negro, muchos de los ingleses enfermaron y Drake tuvo que refugiarse en una isla desierta hasta que sanaron sus hombres. Antes de regresar a Inglaterra, pasó por la Florida, donde tomó el fuerte de San Juan de Pinos y el pueblo de San Agustín. En el botín había, además de lo acostumbrado, 290 cañones españoles. Después de este recorrido, el Caribe y las Antillas nunca más le serían propicios y en 1596, después de sufrir varios fracasos, murió cerca de la isla Escudo de Veragua, de una enfermedad tropical. Una de las causas del fracaso del último viaje de Drake, no fue la falta de pericia como marino cuyas cualidades había demostrado en múltiples ocasiones, sino la resistencia que en tierra habían ofrecido los españoles. En efecto, sintiéndose vencido en el mar, Felipe II optó por fortificar puertos y ciudades que eran constantemente blanco de los ataques de extranjeros, quienes obtenían así ganancias mayores todavía a las obtenidas al apresar exclusivamente barcos. Un arquitecto italiano, Antonelli, fue enviado a América para diseñar las fortificaciones de los principales puertos, dificultando la tarea a los piratas. Así fue como los españoles rechazaron a Drake en Puerto Rico y otros lugares.

Sin embargo, la fortificación de ciudades resultaba costosa en extremo y los baluartes por sí solos no servían sin la presencia de poderosas guarniciones. El inmenso caudal de recursos invertido así, no sólo detuvo el fortalecimiento de la flota española sino que aportó una protección relativa a los puertos, ya que los piratas se organizaban de tal manera que, por la fuerza o la astucia, lograban superar los obstáculos y conseguir sus fines. En Campeche, por ejemplo, la construcción de murallas y baluartes concluyó hasta 1704, cuando la piratería caía en decadencia. Mientras tanto, la ciudad fue saqueada una multitud de veces por los piratas. Al terminarse las obras, constaba de 2,536 m de murallas de 8 m de alto por el lado del mar y seis por el lado de la tierra. Esta murallas unían los formidables baluartes y castillos de San Carlos, La Soledad y Santiago, San José, San Pedro, San Francisco, San Juan y Santa Rosa. Esta obra colosal desapareció casi por completo debido a la irresponsabilidad de sus habitantes y las necesidades de modernización, destruyendo así lo que los piratas nunca pudieron destruir. Otros puertos que se fortificaron fueron Veracruz y San Juan de Ulúa, así como Bacalar en la costa oriental.

Debido al tamaño de las obras y su alto costo, sólo se fortificaron los puertos más importantes dejando indefensos los de menor tamaño que sufrieron entonces el embate de los corsarios. No había solución.

El inicio de la piratería en América se dio como una empresa semioficial, que contaba con el apoyo de los monarcas y de los comerciantes. La protección y el apoyo que recibían los piratas estaban matizados por el carácter de las relaciones que estos países sostenían con España y por el éxito de las empresas. Los que se dedicaban a esta actividad eran corsarios que, del botín, pagaban parte al rey, parte a los inversionistas y se repartían el resto. En sus países eran ciudadanos respetados que en algunos casos recibían honores y hasta títulos nobiliarios por los servicios rendidos a los soberanos. Sin embargo, paralelamente a este sistema, muchos individuos organizaban sus propias expediciones por las que no tenían que rendirle cuentas a nadie. Las numerosas islas del Caribe y de las Antillas, aunque teóricamente parte del Imperio, no podían ser pobladas por españoles y muchos aventureros se posesionaron de ellas. Así fue como Inglaterra y Francia lograron el dominio de algunas. En la Española, por ejemplo, los iberos ocuparon el sur de la isla donde fundaron Santo Domingo. El noroeste fue poco a poco ocupado por grupos extranjeros que aprendieron de los indios a conservar carne, producto que ellos llamaban bucan y que dio por extensión el nombre de bucaneros a aquéllos que se dedicaban a esta actividad. Los piratas que no podían comerciar con los pueblos españoles vieron así solucionado su problema de abasto, cambiando por los productos de sus asaltos los alimentos que aquéllos preparaban. Estos bucaneros se dedicaban a la cacería y a sembrar huertos y hortalizas para los piratas y los productos que de ellos obtenían eran vendidos de contrabando a los españoles de Santo Domingo. Por la necesidad de desplazarse constantemente, los bucaneros no fundaron ningún pueblo sino que edificaban sus chozas a lo largo de la costa para vender sus productos y su número fue creciendo rápidamente. Por alguna razón, los españoles los atacaron en 1620 y capturaron o mataron a muchos de ellos. Los que pudieron escapar, se fueron a la vecina isla de la Tortuga y se transformaron de simples contrabandistas en acérrimos enemigos de los españoles. La mejor defensa fue el ataque y con este propósito crearon una verdadera república que llamaron la Cofradía de los Hermanos de la Costa. Para los Hermanos, no había nacionalidad ni religión, no había propiedad privada más que el botín obtenido con el peligro de la vida. Podían abandonar la isla a su antojo y las diferencias se solucionaban con las armas. No había mujeres blancas y las que vivían con ellos eran negras, antiguas esclavas que habían escapado de sus amos. No había jefe más que aquél electo por todos y encargado de la defensa en caso de un ataque español. No podían admitir un tirano cuando todos huían de alguno. Los recién llegados pasaban un tiempo de prueba al cabo del cual eran admitidos en la Cofradía de los Hermanos.

Al emprenderse una empresa pirata, se redactaba una escritura o contrato en el que se precisaban las obligaciones y beneficios de cada uno de los participantes. Asimismo, se fijaban las cantidades por concepto de indemnización que en caso de herida o mutilación recibirían los piratas: «por la pérdida del brazo derecho se fijaba la cantidad de seiscientos pesos y en su defecto seis esclavos, la mayor parte tripulantes de los navíos españoles. Por la pérdida de la pierna derecha, quinientos pesos o cinco esclavos e igual indemnización por el brazo izquierdo. La pierna izquierda, cuatrocientos pesos o cuatro esclavos. Por un ojo perdido pagaban cien pesos o un esclavo y el mismo precio por un dedo de la mano. Estas indemnizaciones se sacaban del total de gananciales, ya fuese en dinero, en barras de oro y plata, como también del producto de la venta de la mercancía rapiñada, como azúcar, palo de Campeche, cochinilla, tabaco, etc.», según refiere Philip Gosse en: Historia de la piratería.

Si bien la ley de la piratería consistía en violar todas las leyes para obtener un botín, entre los piratas prevalecía un código de conducta y honor extremadamente rígido. Las jerarquías y funciones permitían un orden absoluto y un profundo respeto mutuo. En las batallas se entregaban con total desprecio de su propia vida y cualquier acto de cobardía podía conducir a un castigo extremo, pero en el reparto del botín se observaba una perfecta honestidad. Nada desaparecía de lo hurtado y todo, sin excepción, formaba parte del patrimonio común hasta el momento del reparto. Cualquier individuo sorprendido violando el juramento de la hermandad era juzgado y castigado de inmediato y la infracción más leve era castigada con la expulsión de la congregación.

Estos nuevos piratas ya no tenían nada que ver con Europa: eran americanos, criollos o apátridas que actuaban por su propia cuenta y en su propio y exclusivo beneficio. Sin embargo, Francia, que veía que muchos de sus ciudadanos renegados ocupaban La Tortuga, aprovechó la situación para tratar de apoderarse de esta isla, enclavada en medio de las posesiones españolas. Mandó a un oficial para que en nombre de Francia tomara posesión de ella. Levasseeur se detuvo en La Española y convenció a los franceses de que el gobernador debía ser un francés y no un inglés como lo era entonces. Despertó así el olvidado sentimiento nacionalista y con el apoyo de sus compañeros fue nombrado gobernador, pero …olvidándose de tomar posesión del islote en nombre de su rey, se transformó en jefe de los bucaneros y piratas. Dos años después, llegó otro enviado del rey de Francia para castigar a su predecesor y como aquél convenció a algunos descontentos para apoyarlo, pronto Levasseeur fue asesinado y sustituido por De Fontenay quien… también olvidó al rey de Francia y se volvió pirata hasta que los españoles, por sorpresa, invadieron la isla, capturaron a muchos piratas y pusieron un término a la Cofradía. Sin embargo, por instrucciones de Madrid, la isla fue abandonada por la tropa y los piratas, que se habían diseminado por el norte de La Española y las islas vecinas, volvieron a su guarida y reiniciaron sus actividades.

Estos piratas sustituyeron a los del siglo XVI y formaban equipos de distintas naciones cuyo propósito común y único era el saqueo. En 1633, Campeche fue saqueado por uno de estos grupos. La Tortuga y Jamaica fueron las madrigueras de los grandes piratas del siglo XVII: Jackson, Mansvelt, Rock «el Brasiliano», Franois Nau conocido como «el Olonés», Oxenham, William Parker, Diego «el Mulato», «Pie de Palo», Laurens Graff llamado «Lorencillo», Lewis Scott, Van Horn, Grammont, Coxon, Sharp, Dampier, Hoster, Vernon, De Pointis, Robert Chevalier, Bartolomé Portugués, Henry Morgan y tantos otros de triste memoria.

Los ingleses reconcentraron a sus conciudadanos en Jamaica donde habían fundado Port Royal y los franceses nombraron a D’Ogeron, antiguo bucanero de la isla, como gobernador, logrando por fin que se enarbolara la bandera de este país en la punta de lanza francesa del Caribe. Se fundó el puerto libre de Port de Paix y se apoyó la colonización del norte de La Española, futura Haití, cuya posesión francesa fue reconocida en 1697 por la firma del tratado de Ryswick.

Sin embargo, los tiempos habían cambiado. En 1700, en España el último Austria dejaba el trono a un nieto de Luis XIV de Francia, Felipe V, el primer Borbón; una larga paz se establecía en las relaciones franco-españolas. Por otra parte, tanto franceses como ingleses, disponiendo de islas en esta parte de América, requerían seguridad en los mares para poder comerciar y los piratas recibieron tierras o se volvieron comerciantes. Los que quisieron seguir con su antigua profesión, pronto terminaron en el fondo del mar o colgados de un árbol. Uno de los responsables de mantener la seguridad de los mares fue sir Henry Morgan quien, poco antes, fue hecho noble por sus hazañas como pirata.

Entonces, resultó frecuente ver las marinas inglesas, francesas y españolas actuar en concierto para perseguir y eliminar a los últimos piratas, pero, ¿quién y qué ganaban los países que intervinieron en estos episodios? Inglaterra ganaba Barbados, Santos, Bermudas, Bahamas, Trinidad y Jamaica; Holanda se quedaba con Curazao, Bonaire, Aruba, Aves, Tobago y San Eustaquio, y Francia con la Martinica, Santa Lucía, Granada, Guadalupe, Tortuga (Haití, en La Española) y Saint Thomas. España, además de haber perdido inmensos recursos y gran cantidad de vidas humanas durante casi dos siglos, perdía todas estas posesiones por donde penetraría ahora una gran cantidad de productos que enriquecerían al comercio de sus adversarios y la propagación de ideas nuevas que influirían en el destino de las colonias que, en un siglo más, lograrían su independencia.

En México, la ambición inglesa no se limitó sólo al saqueo de sus puertos sino que buscó arrebatar a España una parte de sus territorios. Apoderados desde tiempo atrás de la isla de Términos, fueron, sin embargo, expulsados por Alonso Felipe de Andrade el 16 de julio de 1717, conservándose la memoria de este hecho cambiando su nombre por el de Isla del Carmen, en recuerdo del día en que se realizó la expulsión. Belice, en cambio, como las islas antes enunciadas, se perdió. En 1714, en La Paz de Utrecht, Felipe V negó a los ingleses todo derecho sobre estas tierras y en 1733, Santiago de Saravia logró expulsar a los extranjeros. Sin embargo, el territorio quedó despoblado y los ingleses regresaron concediéndoseles, en 1763, el derecho de «corte de palo», refrendado sucesivamente en 1783 y 1786. Al estallar la guerra entre ambas naciones, los españoles trataron de recuperar este territorio, pero el gobernador de Yucatán Arturo O’Neill fue recibido a cañonazos por los ingleses que se habían armado y fortificado. A pesar de que en 1802, Inglaterra promete regresar Belice a España al firmar el tratado de Amiens, compromiso que nunca se cumplió, España le concede mediante los acuerdos del 5 de julio y del 28 de agosto de 1814, la vigencia de los acuerdos comerciales y de «corte de palo» anteriores a 1796. Al proclamarse la independencia de México, el tratado de 1826 niega a Inglaterra todo derecho sobre Belice, pero los ingleses consolidan su posesión y apoyan a los mayas durante la Guerra de Castas, para tratar de extender sus dominios por la parte sur y la costa del actual Quintana Roo. El intento, sin embargo, no prospera, pero México reconoce en 1896 la soberanía inglesa sobre Honduras Británicas, del mismo modo que España reconoció la soberanía de otras naciones sobre las islas de las Antillas y del Caribe. Así pues, aunque la piratería fue declarada ilegal por todas las naciones desde el principio del siglo XVIII, ésta se usó de manera distinta hasta finales del XIX en perjuicio no sólo de España, sino también de las jóvenes naciones latinoamericanas.

Otra forma de piratería apareció en el Caribe al finalizar el siglo XVIII, esta vez al amparo de la joven nación anglo-sajona de los Estados Unidos. El nacimiento de una nueva nación agregó factores nuevos en el equilibrio logrado en estos mares y puertos. Francia e Inglaterra perdían el control sobre aquellos territorios y los estadounidenses no podían todavía asegurar el cumplimiento cabal de la ley en todas las actividades de sus ciudadanos. Además, muchos gobiernos insurgentes de América Latina concedían derechos de corso a aquéllos que frenaran las actividades comerciales de los españoles. En la Luisiana los piratas fundaron una verdadera república, conocida con el nombre de Barataria, donde almacenaban los productos de sus asaltos para luego venderlos barato a través del comercio organizado, tanto en Estados Unidos como en otros países. Uno de estos comerciantes fue Jean Lafitte, quien dirigió una responsable institución en Nueva Orleáns antes de encabezar a los piratas de Barataria. Si consideramos que el contrabando es uno de los principales aspectos de la piratería, esta vieja tradición, con sus intrincadas redes de complicidad y corrupción, perdurará todavía por mucho tiempo en las relaciones de esta región del mundo, aunque transformada y adaptada a las nuevas circunstancias.