Tipos pintorescos

Tipos pintorescos  Yucatán ha sido un estado rico en tipos pintorescos. Ya desde los tiempos coloniales se sabe de diversos personajes que atraían la curiosidad de la gente por sus excentricidades y su conducta un tanto apartada de lo normal. Desafortunadamente no existe suficiente información sobre ellos para hacerlos partícipes de la presente relación.

Los tipos populares de Yucatán escogidos se clasifican dentro de diversas categorías: místicos a ultranza, excéntricos, psicópatas, dipsómanos o simplemente «cultivados» (el «cultivo» yucateco consiste en burlarse del prójimo mediante el halago engañoso a su vanidad, haciéndole creer lo que no es). Nunca fueron peligrosos, pero varios de ellos sufrieron vejaciones de los adultos y aun de los niños, quienes también les arrojaban objetos y se burlaban de su peculiar condición. Casi todos los personajes pintorescos yucatecos provienen del siglo XIX y comienzos del XX, época en que Mérida era una ciudad pequeña y acogedora, donde imperaba la tranquilidad y donde todos se conocían. Por eso era fácil ubicar aquellas personas extravagantes y risibles quienes deambulaban por todas las calles de la ciudad. Conforme avanza el tiempo, Mérida comienza a crecer y a desdoblarse por todos lados; los tipos pintorescos, si los hay, dejan de ser advertidos por la generalidad de la gente, que vive de prisa y no tiene tiempo de conocerlos. Por eso los personajes a quienes se alude son acaso los últimos que hicieron reír o asombrarse a los citadinos de aquellos días. De ellos, de esa pléyade de individuos que llenaron toda una época, sólo queda el recuerdo. Es justo mencionar asimismo a aquellos escritores que se preocuparon por registrarlos en sus libros, como Santiago Burgos Brito: Tipos pintorescos de Yucatán, (1946), y Gentes y cosas de mi tierra, (1968); Luis Rosado Vega: Lo que ya pasó y aún vive, (1947); el doctor Eduardo Urzaiz Rodríguez: Reconstrucción de hechos, (2 volúmenes,1950 y 1954); Roldán Peniche Barrera: Nueva relación de Mérida, (1983); Francisco D. Montejo Baqueiro: Mérida en los años veinte, (1981), y Andrés Ayuso Cachón, quien escribió artículos periodísticos sobre varios de estos personajes pintorescos.

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José García Montero (1836-1913). Poeta y dramaturgo nacido en Mérida, Yucatán, que vivía por el barrio de Santiago. Como su casa carecía de patio, mandó pintar en el muro trasero un bosque frondoso con jardines y todo. Instaló jaulas con pajarillos de hojalata que emitían trinos por medio de resortes mecánicos hábilmente manipulados; su alacena la mantenía repleta de exquisitos manjares, frutas y dulces, que no eran sino admirables imitaciones de cera; no faltaba quien se atreviera a probar alguna de esas falsas golosinas, lo que hacía gozar grandemente a García Montero. A veces le daba por salir vestido todo de blanco a la calle, incluido el bastón. Extrañamente, no celebraba el 16 de septiembre como todos los demás, sino el 21 de ese mes, porque es el aniversario de la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México.

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Eduardo Bolio. Hombre de negocios y hacendado yucateco que llegó a ser muy rico. Dilapidaba el dinero con tal que se hiciera su voluntad, sin importarle lo que la gente dijera. No son pocas las anécdotas chuscas que se le achacan. Una de las más conocidas es la de aquel mendigo que llegó a su oficina precisamente cuando Bolio se ocupaba en contar sobre una mesa cientos de pesos en monedas de plata. El mendigo se acercó humildemente y le pidió una limosna. Bolio le dijo que tomara lo que quisiera del montón que tenía adelante. El pordiosero tomó una moneda de 25 centavos —una peseta— y salió de la oficina. Bolio fue en pos de él, furioso y arrebatándole la moneda le gritó: «¡Un hombre que sólo toma veinticinco centavos cuando se lo autorizan a tomar el dinero que quiera, merece ser mendigo!»

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Doctor Juan Miró. Médico y escritor yucateco famoso por sus excentricidades. Su honradez y su franqueza eran exageradas. Dice Rosado Vega que a sus pacientes graves solía decirles que se iban a morir y que dispusieran de una vez sus cosas. Fue por mucho tiempo médico legista del Ayuntamiento de Mérida, y como tal, contaba con un subsidio para gastos extraordinarios. Pues bien, si al final del mes le sobraba siquiera un centavo, lo devolvía al Ayuntamiento con el respectivo oficio de remisión, pero si por el contrario a él se le debía algo, aunque sólo fuera también un centavo, lo reclamaba al Ayuntamiento y había que pagárselo. En 1897, tuvo una seria discusión con el canónigo Bosadas y fue excomulgado, aunque luego se le levantó la excomunión. Dicen que cuando sintió próxima su muerte, sabedor que se había conquistado muchas enemistades por su inusitada franqueza, hizo un esfuerzo y enfermo salió a la calle y fue en busca de todos aquellos a quienes creyó haber ofendido, para pedirles perdón.

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Doctor Andrés Sáenz de Santa María (1856-1946). Nació en Mérida, Yucatán. Como el doctor Miró, su colega, era un hombre honradísimo. Fue médico legista del Ayuntamiento y con el tiempo, debido a que falleció ya muy anciano, llegó a ser considerado como el decano de los médicos del país. Era un maniático de los viejos pergaminos. Se preciaba de ser duque de Heredia; mandó hacer sus sellos, con las armas de Heredia, para estampar en sus cartas y escritos. Vistió siempre ridículamente, con pantalones que le llegaban hasta media pierna y el levitón encima. Una vez el poeta Luis Rosado Vega le preguntó: «Bueno, doctor, y cuando usted se muera, ¿de qué le van a servir estos papeles y estos títulos?» Y él contestó, sin saberse si en serio o en broma: «¡Quién sabe, hijito, si Dios no es marqués de las Alturas!»

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Padre Pablo Ortiz. Fue cura de la Catedral y profesor en el colegio católico del padre Domínguez. Jamás usó el usted, pues tuteaba a todos, aun aquellos a quienes no había tratado previamente, y lo hacía del modo más natural. Rosado Vega, quien lo conoció, dice que era de raíz visiblemente india: prieto, robusto, ancho de hombros y que vivió siempre con una prosopopeya que lo caracterizaba. Nunca abandonó la levita negra, larga y cerrada, ni la chistera. El general Salvador Alvarado, que tenía fama de comecuras, lo llegó a apreciar sinceramente. En alguna ocasión le dijo al religioso: «padre Ortiz, ¿cómo te atreves a asegurar que en ese trozo de harina que llaman hostia esté Dios?» ¿Por qué no? —le contestó el otro, y sacó del bolsillo un billete de a peso, de los entonces llamados bilimbiques, que no valían nada, y mostrándoselo, le dijo:.— «Oye, Alvarado, ¿ves este papel?…¿y crees tú que haya en él un peso?» El general rió de la ocurrencia; había caído en la trampa, puesta por el propio padre Ortiz.

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Estanislao Barrera (1861-1940). Marino español que desembarcó en Progreso, enfermo, por lo que tuvo que viajar a Mérida e internarse en el Hospital O’Horán. Una vez que se recuperó y sabía que su barco había partido, se dedicó a recorrer las calles de la ciudad. Un día se detuvo, mientras vagaba por el Paseo de Montejo, ante la residencia del rico hacendado Pedro M. de Regil Casares, llamó y solicitó trabajo. Contratado como jardinero, se quedó a vivir en aquella mansión durante el resto de sus días. Con el tiempo, Estanislao comenzó a manifestar un profundo sentimiento religioso y se pasaba las horas en los jardines sumido en profunda meditación o musitando alguna oración. A veces se enredaba en largos soliloquios o bien se dirigía a las flores. Más tarde se tornó triste y sombrío, se dejó crecer las barbas y comenzó a vestirse con camisa sin mangas, de color rojo. Su atuendo se completaba con una boina azul adornada con plumas de ave. Andaba casi siempre descalzo o con alpargatas; en la mano apretaba un bordón y de su cuello pendían varias cadenas con medallas religiosas. Así paseaba por las calles de la ciudad y visitaba los cafés, especialmente el Ambos Mundos, donde llegaba todas las mañanas entre los olés y otras chuscas exclamaciones de los ruidosos parroquianos. El pianista del café también contribuía al espectáculo tocando a todo volumen El mantón de Manila. Con el tiempo a Estanislao le dio mucho por pronunciar homilías ante las residencias del Paseo de Montejo o en la plaza de Santa Ana, desde la base del monumento a Andrés Quintana Roo. Por supuesto que nadie lo escuchaba. Poco a poco su problema mental lo marginó de la vida social. «Vivió como los árboles» —dice de él Francisco D. Montejo Baqueiro— «Erguido siempre, no obstante su avanzada edad. Dormía poco, no era afecto a siestas. Su existencia fue una constante actividad». Falleció un diciembre; sus restos mortales fueron depositados en la cripta particular de las familias de Regil-Peón y Peón-Casares en la capilla de Nuestra Señora de Lourdes.

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Goyito Zavala (1865-1956). Nacido en Mérida, su nombre completo era Gregorio Zavala Pastor, popularmente conocido como Goyito Zavala. Desde sus años mozos reveló anormalidad en su conducta. Creció físicamente, pero hablaba y actuaba como un niño. Vivía de la caridad pública y era muy andariego. Durante sus largas andanzas por la ciudad, solía ser víctima de las burlas hirientes de la gente, sin excluir a los niños. Comenzaban por decirle «Pollito», en vez de su diminutivo, a lo que indignado respondía «¡Qué pollito ni que pollito!» Más tarde le gritaban cualquier palabra que se les antojara. A todo tenía que responder varias veces; remataba con una procacidad, como por ejemplo: «chaplin, chaplin, chaplin chaplin tu madre». Como tenía la costumbre de repetir todo lo que se le dijera, en ocasiones le gritaban palabras que eran verdaderos trabalenguas. Una vez un chico le gritó ARMENIQUELECTROMECANODACTILÓGRAFO, complicado vocablo con el que se anunciaba un conocido reparador de máquinas de escribir. Claro que Goyito no pudo repetir la palabra causando la consiguiente hilaridad de la gente. Con el tiempo se hizo viejo, pero proseguía sus fatigosas caminatas por la ciudad y solía entonces abordar el carrusel de Ordóñez, donde se pasaba las horas dando vueltas mientras sonreía, feliz como un niño. La vida ambulante de Goyito Zavala concluyó cuando Fernando Heredia Medina le brindó su domicilio para que pasara el resto de sus días. Por primera vez en su miserable existencia contó con buena comida, cama y ropa limpia. Y fuera de la misa de las 10 de la mañana en la Catedral a la que concurría puntualmente los domingos, ya no salió nunca más a vagar por las calles. Falleció un 18 de agosto.

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Adorálido Olivera. Nunca se casó y vivió todo el tiempo en casa de su hermana (calle 67 núm. 526 entre 62 y 64). Desde chico había desempeñado el cargo de sacristán en la Catedral, donde aprendió a tocar el armonio. Conocidos ya a la perfección los pormenores de la liturgia católica, decidió renunciar a su empleo y consagrarse a diversas actividades religiosas. Hasta su casa acudía la gente humilde en demanda de sus servicios como rezador de novenarios, rosarios de cabo de años, entre otros. Más tarde se proveyó de un armonio, instrumento indispensable para estos menesteres. Llegó a contar con numerosa clientela. Habiendo tomado muy en serio su falso ministerio, comenzó a vestir como los curas, de negro riguroso hasta el sombrero. Observaba en sus actos marcada austeridad —dice Francisco D. Montejo Baqueiro—. Al dirigirse a sus clientes lo hacía con paternal afecto, e iluminaba su rostro moreno con beatífica sonrisa. En la calle se hacía acompañar de un muchacho que le cargaba la serafina. Él portaba en la diestra un maletín en el que llevaba sotana, breviario, novenarios, rosarios, crucifijos, incienso, objetos indispensables para su singular oficio. Aparte de los pesos que cosechaba, era costumbre que al terminar el acto religioso se le convidara a un suculento almuerzo, lo que Adorálido jamás rechazó. Algunas personas lo llamaban «padre Adorálido», lo que también le complacía. En relación a los rosarios, Adorálido los tenía de dos categorías: con llanto y sin llanto, cada uno con su precio. Un día tuvo que guardar cama a causa de una enfermedad y poco a poco dejó de salir; su hermana hacía años que había muerto. Solo, abandonado, la tristeza lo invadió. Adorálido falleció a los 75 años de edad. De existencia austera, abominaba las fiestas y los espectáculos y siempre fue célibe.

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El Negro Timbilla. Negro cubano llamado José Godínez Crespo, que había llegado a Yucatán, muy joven, entre un grupo de inmigrantes. Padecía de una invalidez congénita en las piernas que le impedía caminar normalmente, por lo que tenía que apoyarse en un bastón. Fue limpiabotas toda su vida, se instaló en los bajos del Palacio de Gobierno. Su particular situación lo llenó de complejos y fobias y durante mucho tiempo se dedicó a emborracharse y a maldecir su suerte. El hecho más importante que se recuerda de él fue su participación, en 1915, en el saqueo e incendio de la Catedral de Mérida por un grupo de exaltados agitadores. Testigos de aquel lejano tiempo aseguraron que Timbilla, ayudado de su bastón, bailó furioso sobre la imagen del Cristo de las Ampollas, que el gentío enardecido había arrojado a la calle. Por otra parte, Timbilla fue siempre un personaje popular de la Mérida de principios del siglo XX. Tuvo mujer e hijos. Falleció a los 77 años de edad, víctima de su incurable alcoholismo.

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El Negro Miguel (1850-1925). Cubano de color cuyo nombre era Miguel Valdés; vino a Mérida contratado como cochero por una familia acomodada de la ciudad. En aquella época los ricos acostumbraban tener a cocheros negros para conducir sus «victorias». Pero Miguel, por algún inexplicable motivo, no se dedicó a ese oficio sino a desempeñar otros menesteres, entre ellos la venta de butifarras que él preparaba. El negocio lo comenzó entre sus vecinos del rumbo de la ermita de Santa Isabel; para luego volverlo ambulante, recorría calles y plazas con su rica mercancía. Más tarde vendió canutos helados en lugar de butifarras. La venta de canutos helados y sorbetes después hizo al «Negro Miguel» inmensamente popular. Acostumbraba recorrer toda la ciudad (entonces no tan grande como ahora) con su melodioso pregón invitando a la gente a comprar sus deliciosos productos. Fue un gran aficionado a las corridas y llegó a desempeñarse como monosabio. Ernesto Mangas, reconocido músico yucateco, le compuso un danzón intitulado El Negro Miguel, pieza muy popular en su tiempo. Juan Gamboa Guzmán le pintó un retrato. Falleció, ya retirado de su comercio habitual, a los 75 años.

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Crispín. Negro cubano que llegó a Yucatán en la última década del siglo XIX. Fue contemporáneo de su paisano el «Negro Miguel» y ya por 1898 se le veía recorrer las calles de la ciudad. Crispín era un retrasado mental incapacitado para desempeñar trabajo alguno, de manera que vivía de la caridad pública. No era peligroso y se hizo muy popular entre los meridanos de entonces. Aseguraba poseer la facultad de predecir la lluvia. Al preguntársele cuando llovería, Crispín después de escudriñar el cielo, respondía con gran aplomo: «pasado mañana». Naturalmente casi nunca acertaba, pero cuando lo hacía no cabía en sí de satisfacción. Con lo que lograba al pedir limosna comía opíparamente en la placita y los domingos por la noche acudía a la Plaza Grande a escuchar a la Banda de Música del Estado. Para dormir, escogía una banca en la propia plaza. También dormía la siesta. Vestía miserablemente. Ya viejo, dejó de vérsele por las calles de Mérida. Seguramente ya había muerto, pero nadie supo cuándo ocurrió su deceso.

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El Vate Correa. Se llamaba José Correa Villafaña, pero nadie sabe las fechas de su nacimiento y de su muerte, aunque sí que era nativo de Mérida. Su popular figura deambulaba por las calles de la ciudad a fines del siglo XIX y comienzos del XX. No vestía con mucha elegancia y a veces llevaba en la cabeza una descolorida pajilla, y otras, una vieja chistera. Era un adorador de Baco, que trocaba versos por copas de licor en las cantinas. Desde temprana hora comenzaba a recorrer las tabernas meridanas; por la tarde ya estaba totalmente ebrio. Abominaba el trabajo y muchas veces paró en la cárcel por borracho o vago. En una de esas ocasiones fue enviado con otros presos al Hospital O’Horán donde el administrador lo puso a pintar unas camas. En ese momento el gobernador Olegario Molina hacía una visita al nosocomio y se sorprendió de ver en tales condiciones al Vate Correa, a quien conocía muy bien. El gobernador quiso enterarse de aquella circunstancia y el Vate le respondió con la siguiente cuarteta: «El bruto administrador / por ahorrarse una peseta / ha convertido a un poeta / en simple embadurnador». No cabe duda de que aquel dipsómano callejero era un excelente improvisador, cuyo repentinismo en la composición de versos no dejaba de asombrar a sus oyentes. En otra ocasión que el Vate pasaba por una céntrica calle, cruzó con una hermosa joven que él conocía y que le inspiró, de inmediato, esta quintilla: «Adiós Paquita hechicera / Adiós, Paca del Edén / tú aliviarás mi arranquera, / si en vez de Paca Cervera, / fueras paca de henequén». Nunca abandonó el Vate Correa sus hábitos etílicos hasta que un día una congestión alcohólica puso fin a sus días en una cama del Hospital O’Horán. Además de sus versos festivos, que tanta fama le dieron, escribió poesías serias de buena factura.

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Carenzo. Su nombre completo era Antonio Trujillo Carenzo, natural de Campeche. Tipo popular y pintoresco, andrajoso y con pantalones raídos, siempre resbalados hasta media cadera, se apoyaba en un bastón para desplazarse y gastaba sombrero, también viejo y raído. Era bizco y sus ojos eran azules. Vivía de la caridad pública y a todos llamaba hermanos. Su centro de operaciones funcionaba en el atrio de la Catedral, por las mañanas; la tarde la tomaba de descanso. Se le conocía como «El hermano Carenzo» y según personas que lo conocieron íntimamente, pertenecía a una conocida familia campechana de buena posición económica. Parece que heredó de sus padres una cuantiosa fortuna, la cual le permitió viajar por Europa y estarse varios años en París. Dilapidado su caudal regresó a Campeche sin un céntimo en el bolsillo y un poco trastornado. Como no dio con ninguno de sus familiares, decidió marcharse a Mérida y vivir de la caridad pública. Sus vicios eran el café y el cigarro, productos que consumía en grandes cantidades. Cuando no lograba conseguir algún cigarro, recogía colillas de la calle que también le servían. Instalado en el atrio de la Catedral abordaba a los que pasaban y les decía: «Dame un quinto para la greca, hermano». Si el abordado no correspondía en efectivo, pedía un cigarrillo; si tampoco esto funcionaba, pedía un cerillo. Si aun el cerillo le era negado, entonces extendía la diestra y le decía a la persona: «Dame aunque sea la mano y que te vaya bien hermano». Pero a veces tenía más suerte y lograba juntar los 60 centavos que costaba en aquel tiempo (los 30) una comida completa en la placita. En varias ocasiones viajó a su natal Campeche. Pero pronto regresaba y volvía a instalarse en el atrio catedralicio. Sus últimos años los pasó en el desaparecido Asilo de Mendigos, donde falleció en una fecha desconocida.

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Max Salazar, el poeta del crucero (1882-1972). Su nombre completo era el de Maximilano Salazar Zentella, nativo de Pueblo Nuevo, Tabasco. Muy pequeño vino a Mérida acompañado de su padre y se quedó a vivir en Yucatán. Casi no fue a la escuela. En su juventud aprendió la peluquería. Contrajo matrimonio en 1913 con una dama yucateca. Además de practicar la peluquería, que era su modus vivendi, tenía tiempo para componer versos que de alguna manera lo hicieron famoso. «Evidentemente —explica Francisco D. Montejo Baqueiro—, su escasa o ninguna preparación para ellos hace que sus producciones no estuvieran ajustadas a las más elementales normas literarias y fue esa diferencia precisamente la que hizo famosos y célebres sus versos». En cenáculos de cafés, en cantinas y en tertulias de plaza eran muy festejados sus versos y cada vez era más popular el «Poeta del Crucero» (Salazar vivía muy cerca del crucero de Itzimná, de ahí su alias). Una conocida cuarteta alusiva dice: «Max Salazar primero, / poeta y barbero / que vive en el crucero / aunque le pese al mundo entero». Mentalmente era un hombre normal, como lo demuestran sus actos en la convivencia social. A juicio de personas que lo conocieron en la intimidad, fue un excéntrico, que nada tuvo de psicópata. Algunos libros suyos fueron auspiciados por muchos de sus amigos, principalmente Arturo Ponce G. Cantón. Con el tiempo, abandonó el peine y las tijeras y se consagró exclusivamente a componer versos. Por las calles andaba enfundado en un traje blanco, camisa de listones, sombrero cordobés y corbata de moño. A veces tenía un tabaco en la boca y un portafolio lleno de libros suyos que vendía a quien quisiera comprarlos en los centros de reunión. Entre sus frases consonantes más conocidas figuran: «Los toros de Sinkehuel, very well»… «Los toros de Palomeque no sirven ni pa’ bisteque». «El negro Timbilla ya me tiene hasta la coronilla»… En cierta ocasión un buen amigo suyo, para probar su destreza le pidió el consonante de «búho», a lo que Max contestó rápidamente con este verso «En la esquina de mi casa mataron un búho, quisieron disecarlo pero no se púo». Sus libros, con el tiempo, cobraron fama y se dice que altos personajes políticos y hasta presidentes de la República solicitaron ejemplares (el general Cárdenas y López Portillo). Alfonso Reyes, en uno de sus libros que habla sobre la jitanjáfora, alude al «Poeta del Crucero». Max Salazar murió a los 90 años de edad.

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Farfán, el Dibujante Melancólico. Con excepción de su nombre, José Farfán, todo se ignora de él; los jóvenes de su época lo miraban asistir a las tertulias del Parque Hidalgo todo vestido de negro y sobre la cabeza encanecida una suerte de sombrero, de color indefinible y en la diestra un triste paraguas de un negro desvaído. La meta de su vida era ir a París y para ello contaba en parte con una colección de monedas de oro relucientes que guardaba secretamente en el interior de un estante. «Farfán era un artista» —dice Santiago Burgos Brito.— «Y en sus lecturas relacionadas con su arte descubrió las maravillas de la Ciudad Luz. Ya no pensó sino en ir a París». Para alcanzar ese sueño, comenzó a mal comer y a ahorrar todo centavo que caía en sus manos. Al fin, después de mucho tiempo, logró poner los pies en París (aunque las malas lenguas aseguran que no). Pagados los pasajes de ida y vuelta no le quedaron sino unos cuantos francos, por lo que el desdichado artista apenas pudo permanecer 24 horas en la Ciudad Luz. Ya en Mérida, Farfán se pasaba horas hablando de su viaje a quien tuviera la paciencia de escucharlo. Se hacía lenguas de las maravillas que habían visto sus ojos durante la imborrable jornada. Nunca se casó y vivió solo entre las cuatro paredes de su cuarto hasta la hora de su muerte, varios años después.

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El Chino Mateo (1870-1962). Mateo Yam Poa llegó a Yucatán en 1903, en compañía de varios compatriotas suyos contratados como braceros para trabajar en las fincas henequeneras. Después de pasarse varios años en la hacienda Texán del municipio de Motul, de la propiedad de Ubences Lizarraga, Mateo abandonó dicha heredad en 1916. Viajó a Mérida y vagó por las calles en busca de trabajo. Primero laboró en un taller de lavado de ropa y luego en una refresquería. Más tarde consiguió algún dinero e instaló su propio puesto de refrescos, pero tuvo un altercado con el dueño del predio donde estaba instalado y se vio obligado a abandonar el puesto. Al poco tiempo, compró un carretón que instaló en el parque de Santa Lucía, donde vendía refrescos y frutas, principalmente. Ahí se reunían los estudiantes de los 30 y le jugaban bromas. Mateo era inmensamente popular. En los 40, el negocio vino a menos y poco después tuvo que vender su carretón. Entonces se dedicó a lavar coches, cuyas ganancias apenas le daban para mal vivir. Nunca, sin embargo, pidió limosna. Ya había cumplido los 70 años y en los meses de invierno se cobijaba bajo los portales de Santa Lucía cubriéndose con periódicos para soportar el frío. Sin embargo, no faltaron almas caritativas que le brindaron algún rincón para dormir y algo de comer. Falleció en el Asilo de Mendigos de la calle 63, bien cumplidos los 90 años.

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Blas Díaz, el Organillero. Italiano, nativo de Nápoles, cuyo verdadero nombre era Biaggio Donnadío; vino a Mérida hacia 1863. Era hombre de cabellos negros y lacios, bastante moreno y de poblado bigote. Su simpática figura se hizo popular por las calles de la ciudad; tocaba su organillo e iba siempre acompañado de un pequeño simio bailarín que causaba la hilaridad del público. Así se ganaba la vida este organillero a quien los citadinos prefirieron llamar Blas Díaz, quizá por comodidad. Aparte de sus conciertos callejeros, Blas se relacionaba con el mundillo comercial de aquel tiempo: su anhelo era crear negocios novedosos que le hicieran ganar dinero. En la feria de Santiago instaló una vez un «Panorama», remota anticipación del cinematógrafo, que consistía en una exhibición de vistas fijas, atisbadas a través de unos poderosos cristales de aumento. Mientras sus clientes se deleitaban con el aparato, él tocaba sin parar su infatigable organillo. Hizo buena plata con este negocio y con el dinero se compró un carrusel que constituyó la delicia de los chiquillos de entonces. Gracias a Blas, el carrusel se convirtió en el atractivo principal de las ferias en el estado. «En el Mérida de hace más de medio siglo —dice Santiago Burgos Brito—, don Blas Díaz hizo el milagro de fundir en una sola las alegrías de todas las edades, con la distracción inocente de sus carruseles que marcaron un progreso en su vida de organillero pobre y olvidado». En otra época de su vida se dedicó al expendio de sorbetes que él preparaba con frutas de la estación. Sobra decir que su expendio constituyó nuevamente la atracción de los citadinos durante mucho tiempo. Cuando falleció (en la propia Mérida) era un hombre próspero y respetado por todos. Muy pocos se acordaban de que alguna vez fue tan sólo un simpático organillero acompañado de un mono ridículo y travieso.

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Rufo. Sólo se le conoció por ese nombre: Rufo; vivió en la Mérida de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Era alto y fortachón y con los rasgos típicos peninsulares. Deambulaba por todas las calles de la ciudad, ágil, aturdido y siempre descalzo. Vestía ridículamente con jaquet y saco, pantalones breves y dos o tres sombreros superpuestos, de diversos colores, calidad y formas, entre las que predominaba el hongo. Llevaba en la diestra un largo cayado que solía blandir para espantar a los muchos que lo molestaban por las calles. ¡ Rufo, te toca! Gritaban a coro los muchachos al verlo pasar. Otros le arrojaban piedras y reían a carcajadas. Rufo, aparte de perseguirlos con el cayado, acababa por insultarlos. ¿Y por qué Rufo se enojaba tanto cuando le gritaban la mentada frase? Se contaba en su tiempo que había sentido horror por el servicio de las armas, y que obligado a prestar sus servicios en la Guardia Nacional, rehuyó sistemáticamente ese deber. Perseguido desde entonces por la amenaza bélica, Rufo prefirió convertirse en un paria con tal de escapar de las miserias de la vida cuartelera. Lo cierto es que toda su vida de miseria y de agitaciones incesantes por las calles de la ciudad, el hombre padeció siempre el horror de aquellas fatídicas palabras: ¡Rufo te toca el servicio! Así vivió Rufo, acosado por las turbas infantiles y adultas que se burlaban de su miedo, hasta su muerte ocurrida en una fecha que nadie puede precisar.

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Musset. Se llamaba Alfredo Carrillo. Era cocinero y nadie nunca pudo averiguar por qué le apodaban Musset, apellido del famoso poeta francés. Sólo coincidían en el nombre, pero el galo era esbelto y lánguido, y nuestro «Musset de mediana estatura, gordo, de andar lento y sujeto a vaivenes variables, de acuerdo con la hora y la temperatura, con un rostro típicamente yucateco y un vozarrón de timbre muy poco afinado». (Según asienta Burgos Brito en su libro Tipos pintorescos de Yucatán). Llegó a ser popularísimo en la ciudad y su fama no sólo se debía a las excelencias de su cocina, sino también a su carácter bonachón y sincero. Su primera fonda la instaló por la García Ginerés (en el viejo San Cosme) cerca de un lago artificial que con el tiempo se convirtió en un criadero de mosquitos y ranas. Hasta allí iban los buenos comilones a gozar los platillos de Musset. Pero como había mucho calor en el día, nuestro hombre decidió crear la lluvia y rodeó su fonda con una tubería perforada a la altura del techo, y de la que caía, a petición del cliente que pudiera pagarse ese lujo, un remedo de lluvia que indudablemente refrescaba el ambiente. Una de sus debilidades era el juego, en el que llegó a perder fuertes cantidades de dinero. Una vez compró un destartalado automóvil con el que hacía sus compras diarias en el mercado. Muchas veces jugó aquel vehículo desvencijado y lo perdió, pero tuvo la suerte de recuperarlo. Más tarde cambió de sitio su fonda y la instaló a la entrada del Paseo de Montejo, lugar también muy visitado por su numerosa clientela. Cerca de la puerta del negocio había un frondoso roble que proyectaba su sombra sobre la fonda. Musset era un hombre feliz, sin preocupaciones, hasta que una mañana neblinosa vio llegar a un grupo de soldados que se dedicaron a la escalofriante tarea de ejecutar a un preso colgándolo del frondoso roble. Musset, hombre bueno y sensible, se sintió sobrecogido por la presencia de un ahorcado prácticamente a las puertas de su fonda. En otras mañanas vio colgar a otros ajusticiados. Dicen que poco después, horrorizado ante tal espectáculo, Musset cerró su fonda y a bordo de su automóvil desapareció para siempre. Ya nadie volvió a verlo por las calles de Mérida. Su fallecimiento no lo supieron sus amigos y numerosos clientes sino mucho después de ocurrido.

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Macalú (¿-1901). Su nombre de pila era Félix Quesada y era negro retinto, acharolado y gigantesco. Desempeñaba una profesión escasamente difundida entre sus compañeros de raza: la de picador. Era un espectáculo verlo en las tardes de toros montado en su cabalgadura y picando al astado. Macalú enloqueció al público con sus varas formidables. Pero era tiempo en que los yucatecos no se habían librado de sus fobias raciales y no cesaban de burlarse de él por el solo hecho de ser negro. Sin embargo, poco a poco se convirtió en el mimado del público…, y el terror de los niños. Era una suerte de coco de color creado por las madres para aplacar a sus infantes. ¡Que viene Macalú! Advertía la mamá a su pequeño hijo y éste enseguida olvidaba las travesuras y se iba directo a la cama. Era un ardid infalible. Macalú, por su parte, continuaba sus hazañas de picador, hazañas que no sólo asombraban a los habitantes de Mérida, sino a todos los yucatecos aficionados a la fiesta brava, ya que realizaba largas giras por todas las plazas de los pueblos de la entidad. Más tarde Macalú se casó con una yucateca y tuvo familia. Uno de sus hijos fue torero como él, pero nunca tuvo el brillo de su progenitor. Falleció Macalú una tarde, mientras probaba un caballo antes de una corrida, víctima de la ruptura de un aneurisma de la aorta, según apunta el doctor Eduardo Urzaiz Rodríguez.

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Pichorra. Uno de los tipos más pintorescos en la historia de Yucatán. Se llamaba Felipe Salazar Ávila y había nacido en Mérida. Era un gozador de la vida y gran bebedor, sin llegar a la dipsomanía del Vate Correa. «En éste —dice Burgos Brito—, la embriaguez era el estado normal, la constante tesitura de su vida. Correa Villafaña se embriagaba al impulso irresistible de ocultos motivos psicológicos. Salazar Ávila se emborrachaba con frecuencia, con intermitencias que a veces se alargaban hasta creer en una regeneración no muy lejana». Era enemigo de las compulsiones y de los perjuicios sociales. Dotado de un espíritu socarrón y burlesco, se constituyó en huésped infalible de fiestas y ferias populares donde alborotaba el cotarro con frecuencia; su poesía, descarada y licenciosa, era muy festejada por todos. Aquéllos que ignoraban que Pichorra era un tipo de cuidado en ese aspecto, solían encontrarse en situaciones apuradas al provocar el asombroso repentismo poético de este aedo implacable, cuyos versos eran de una bien probada incastidad. Pichorra falleció hace muchos años; muerto, sus versos quedaron desperdigados, pero no olvidados y siempre listos para ser pronunciados en fiestas y reuniones etílicas. Hace algunos años, unos admiradores del poeta recogieron sus versos en un volumen que lleva el apropiado título de Pichorradas, que se vendieron clandestinamente.

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El Profeta Enoch. Laureano Ojeda era su nombre y había nacido en Yucatán. Deambulaba por las calles de Mérida pronunciando homilías. Decía ser Enoch, el último profeta. Tipo mestizo, un poco aindiado, al hablar confirmaba la puridad de sus orígenes. Llamaba la atención por sus largos cabellos y su verborrea incontenible. Recorrió varios pueblos del estado y la totalidad de Mérida y sus suburbios. Con un lenguaje que aspiraba a lo bíblico, lanzaba sobre sus oyentes sus tremendas profecías. Su voz recia y potente dominaba el abucheo de las multitudes y se imponía a las burlas de los necios. Un día le echó mano la policía y lo enviaron al Asilo Ayala, donde un barbero le cortó su abundante cabellera. Lo pusieron en libertad a la semana. Cuando salió ya no se dejó ver en la ciudad. Con el tiempo, Santiago Burgos Brito descubrió que «Enoch el Profeta» había emigrado a Brasil donde prosiguió sus menesteres proféticos. Un reputado alienista brasileño, el doctor Osorio César, logró hacerle una larga entrevista a Ojeda que le sirvió para llevar a cabo un profundo estudio sobre la mística personalidad de su entrevistado. Viajó Enoch luego a la Argentina, donde parece que un escritor lo tomó como protagonista de un libro titulado precisamente El último profeta.

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Doctor Leocadio Herrera (1842-1940). Llegó a ser el decano del cuerpo médico yucateco. Poseía el hábito de hablar en términos técnicos que el vulgo definitivamente no entendía. Una vez lo encontró al cruzar la calle un amigo suyo quien le preguntó de donde venía. La respuesta del médico que dejó anonadado a su interlocutor, fue la siguiente: «Vengo de allende el adoquín; ha habido algo de diaforesis debido a la locomoción, pero en cambio, se ha cubierto el cotidiano presupuesto doméstico y ya en el modesto hogar, la diligencia filial tendrá preparadas las negras leguminosas regionales con el sabroso paquidermito y algo de cápsicum para combatir la anorexia». En otra ocasión llegó a visitar a un enfermo a su choza, pero los amenazadores ladridos del perro de la casa impedían al médico entrar a cumplir con su cometido. En eso salió una mestiza y lo invitó a pasar, pero él respondió, como era su costumbre, en lenguaje técnico y escogido: «fémina autóctona, no franquearé los umbrales de tu choza, si previamente no amarras a ese enfurecido can». Y la indita corrigió, en maya «ma can, tat: pec». El doctor Herrera falleció a una avanzada edad.

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Tipos pintorescos de épocas recientes.

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La Huacha. Se ignoraba su procedencia y su nombre; era vieja, sucia y andariega, y simplemente le llamaban «la Huacha». Era pequeña de cuerpo y llevaba en una mano un rudimentario bastón y en la otra tiraba de un pequeño perro. Se distinguía por ser deslenguada y de pocas pulgas. Solía deambular por la Plaza Grande o sentarse en algunas de sus bancas para, desde ahí, insultar a quienes pasaban cerca de ella, sin importar que fueran niños, ancianos o señoritas. No se volvió a saber de su paradero.

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El hombre que se bañaba vestido. Era un tipo rubicundo y ya entrado en años, a quien se veía en Mérida por los 60 y 70. Vivía por el rumbo de la colonia Alemán. Vestía todo de traje y corbata (aun en tiempos calurosos) y llevaba una suerte de zurrón colgando del hombro. Tenía la rara costumbre de entrar en los jardines de las casas, tomar la manguera y echarse chorros de agua fresca sin siquiera desvestirse. Esto lo hacía varias veces al día y a él no le importaba que la gente lo mirara y se riera de su extraño proceder.

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El ciego que remedaba el canto del gallo. Hasta hace pocos años andaba por la ciudad acompañado de un lazarillo, un anciano ciego que vendía agujas y otras baratijas. Subía a los camiones a vender su mercancía y de pronto se ponía a cantar como el gallo, asombrando al público. Esta gracia (que le salía muy bien) también la ejecutaba en las cantinas y cafés de Mérida.

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El Candidato Muñoz. Se le podía ver, por los años 40 y 50, recorrer con cara sonriente las calles de la ciudad de Mérida. Se llamaba Luis Muñoz Solís y su padre había sido, en los tiempos porfirianos, gobernador del estado. A Luis le apodaban «el Candidato» porque siempre contaba que sería el próximo gobernador de Yucatán, lo que, por supuesto, toda la gente tomaba en broma. Pero «el Candidato» (a quien también apodaban el «Molcoyote») sacaba provecho de su engañosa candidatura pues entraba gratis a los cines, al béisbol, al box, los toros y a otros espectáculos. Estaba siempre bien vestido y con sombrero y llevaba en la diestra un bastón de fina empuñadura y su inseparable puro en la boca. Aseguraba hablar inglés y tener correspondencia con Harry S. Truman (entonces presidente de los Estados Unidos) y otros personajes famosos de su tiempo. En sus años mozos, le llamaban «El Rey del Valor» porque ejecutaba con verdadera valentía la temeraria Suerte de Tancredo. Muñoz falleció incinerado al prender fuego el mosquitero de la hamaca donde dormía.

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D. Pepe Rosado, el Campeón. Pepe Rosado fue, verdaderamente, en sus mocedades, campeón en ciclismo y en el arte de rendir pulso. Todavía en su ancianidad le llamaban «el Campeón». Ya pasados los 80 años seguía conduciendo su bicicleta y a su paso le gritaban «Campeón» y otros epítetos del afamado cultivo yucateco. Y él alardeaba de conservar inmunes sus facultades en encuentros y torneos en los que siempre vencía a sus cultivadores.

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