Desfibradoras de henequén

Desfibradoras de henequén  Desde la época prehispánica los mayas usaban el tonkós y el pakche’ para la desfibración del henequén, que consistían en maderos toscamente labrados, con los cuales, a mano y a costa de grandes esfuerzos, despojaban la penca de la pulpa para obtener el filamento. A principios del siglo XIX, en algunos pueblos indios corchaban gran cantidad de cables y jarcias que se vendían en Veracruz y La Habana para servicio de las embarcaciones. En 1811, el partido de Tixkokob vendió 200,000 costales de henequén y el año de 1847, la venta de fibra elaborada ascendió a 100,000 arrobas. Los comerciantes comenzaron a darse cuenta de la posibilidad de incrementar la producción, dado los buenos resultados obtenidos en la venta, el problema radicaba en que por los métodos tradicionales no podían desfibrar con la rapidez que exigía la demanda. La necesidad hizo que los yucatecos, interesados en la producción a gran escala del henequén, recurrieran a los Estados Unidos de América solicitando una máquina desfibradora, por la que ofrecieron un premio. Henry Perrine, cónsul estadounidense en la ciudad de Campeche, fue el primero que trajo a Yucatán una máquina para raspar henequén. El Congreso del estado le decretó patente de invención el 29 de mayo de 1833. Este primer ensayo fue poco útil porque no tardó en notarse que las cuchillas operaban mal, cortaban mucho por una parte y desfibraban poco por otra. Tampoco obtuvieron éxito satisfactorio otras máquinas inventadas por James R. Hichcok (1847), Scripture y Thompson, unas porque funcionaban defectuosamente y otras porque tenían un mecanismo complicado y de difícil manejo para los operadores.

En vista de los fracasos estadounidenses, éstos declararon que era imposible su creación. Sin embargo, los inventores yucatecos demostraron lo contrario, sacando provecho del conocimiento que tenían sobre la dureza y estructura de las pencas y el acceso fácil a ellas para poder experimentar. El ingenio surge cuando el cura Cerón, de Conkal, deseando facilitar la extracción de la fibra, adapta una cuchilla a la rueda de su carruaje, que aparentemente fue la base de las ruedas desfibradoras. Luego Basilio Ramírez inventó otra máquina que llenó de entusiasmo a los hacendados que, motivados, fundaron la primera sociedad henequenera. Ramírez adquirió la finca Chacsinkin donde sembró 32 hectáreas de henequén. Este hecho puede considerarse como el del nacimiento de la industria henequenera. Después, surgieron otros inventores como José María Millet, Roche Meneses, F. Rejón, Vadillo, Juanes Patrulló, Canto Sosa, Espinosa Rendón, Meric, José Eleuterio Solís, Florentino Villamor y otros. Pero los más importantes, por ser los legítimos inventores de la primitiva desfibradora fueron Manuel Cecilio Villamor y José Esteban Solís.

El gobierno del estado, el 30 de abril de 1852, ofreció un premio de 2 000 pesos, al que inventara una máquina de raspar henequén que reuniera las condiciones de: que cada hombre ocupado en ella hiciera un producto de 20 libras, que la calidad fuera superior a la del producto obtenido por el medio usual; que el costo del aparato no fuera excesivo, que su construcción fuese sencilla, capaz de ser transportable de un lugar a otro, que no hubiese desperdicio de filamento y que se emplearan elementos de poco costo. Manuel C. Villamor fue el primero en solicitar del gobierno el privilegio para una desfibradora de invención suya. Como la máquina pareció buena a los interesados, se le sugirió hacer llegar la solicitud al presidente de la República, que en ese entonces era Antonio López de Santa Anna, quien le concedió el privilegio, fechado el 28 de diciembre de 1854. Miguel Barbachano fundó en seguida una sociedad anónima a la que se unieron Juan Miguel Castro, Ignacio Quijano, Pedro Crameri, Manuel Medina y otros. Le entregaron 14 000 pesos a Villamor para la construcción de la máquina, que se hizo de hierro y no de madera como el modelo; fue construida en Nueva Orleáns y, posteriormente, trasladada a Mérida e instalada en Conkal. La maquina Villamor consistía en un cilindro provisto de cuchillas, al cual se presentaba la penca para que fuera triturada y desfibrada. Después de ser examinada por una comisión especial, Villamor solicitó el premio ofrecido por el gobierno, que le fue negado, por considerar que ésta era susceptible de mayor perfección. La máquina al principio funcionó con facilidad, pero después comenzó a destrozar la fibra, y al raspar unas pencas muy robustas se rompió. Como Villamor carecía de recursos para componer y mejorar la máquina, no tuvo más remedio que guardar el privilegio y ver desarmar su máquina al deshacerse la sociedad. La «Villamor» fue trasladada a la hacienda Chimay, propiedad de Juan Miguel Castro, que la vendió por piezas sueltas; el resto de ella quedó arrumbado en un cobertizo que, al incendiarse, acabó por destruirla, quedando sólo alguna de sus ruedas.

En 1856, José Esteban Solís pidió al gobierno del estado el privilegio para una máquina inventada por él, que describía como la indicada para raspar el henequén, por la sencillez de su mecanismo, comodidad de precio y capacidad de producir 25 libras de filamento por cada hombre que durante 10 horas se ocupase de ella. Al ser examinada y comprobar que era la más efectiva, le fue concedido el privilegio de invención por el gobierno de Santiago Méndez, el 16 de enero de 1857. Más adelante, José Dolores Espinosa Rendón obtuvo a su vez privilegio, con fecha 7 de mayo de 1863. Solís demandó por plagio a Espinosa Rendón por considerar que se trataba de una copia de la suya. El juicio promovido concluyó en buenos términos para ambas partes, y cesó el problema. Posteriormente entrarían en pugna Villamor y Solís. En 1865 Villamor acusó de plagiador a Solís, que en ese entonces había dirigido al ministro de Fomento una petición de prórroga al privilegio de invención que le habían otorgado en 1857, por otros 10 años más. La prórroga no le fue concedida pero sí el premio de 2,000 pesos que le otorgó, en ese entonces, el gobierno de Manuel Cepeda Peraza, en 1868. Esto motivó el enojo de Villamor que consideraba ser el único acreedor al premio. Solicitó al juez de Distrito se suspendiesen los efectos del decreto, con el fin de que pudiera comprobar el derecho que le asistía. Así, entre dimes y diretes de ambos personajes, acusándose mutuamente, el Tribunal Superior de Justicia concluyó por dar la razón a Villamor. El fallo fue dado el 16 de agosto de 1876, declarándose que las máquinas para raspar el filamento del henequén de Villamor y Solís, denotaban un mismo sistema y mecanismo, que la máquina patentada por Villamor representaba la verdadera y única invención de aquella maquinaria, que era insubsistente la patente obtenida por Solís, por falta de la condición de la invención en que descansaba el privilegio y se le condenó a pagar, a Manuel C. Villamor, una multa de 4,000 pesos. Villamor no pudo disfrutar su triunfo, ya que, el año anterior de 1875 había muerto. La resolución del Tribunal pareció injusta a la sociedad meridana que apoyó a Solís en el pago de la multa.

Posteriormente, inmigrantes extranjeros se interesaron en la construcción y perfeccionamiento de las desfibradoras. Tal es el caso por ejemplo de los hermanos Prieto, oriundos de España, que llegaron a México a fines del siglo XIX. Entre las labores que practicaron estaba el cultivo del ixtle o lechuguilla la cual desfibraban utilizando maquinaria inventada por ellos mismos. Éstas fueron enseñadas a varios yucatecos que estaban en la Ciudad de México, los cuales entusiasmados invitaron a los Prieto a venir a la Península para conocer los sistemas de raspado. Demetrio y Manuel Prieto vinieron a estudiar el henequén, se dieron cuenta de las deficiencias de nuestras desfibradoras y se propusieron estudiar la manera de remediarlas. El 23 de junio de 1883, la Secretaría de Fomento les concedió patente de invención para su máquina desfibradora denominada «Eureka». Esta desfibradora fue el germen de una serie de útiles máquinas que fueron empleadas, en las primeras décadas del siglo XX, en Yucatán y también en el extranjero. En 1916 existía una compañía explotadora de las máquinas Prieto que además de la «Eureka» manejaba la «Silenciosa», la «Vencedora» y la «India», todas patentadas en México y Estados Unidos de América. Eran muy veloces y raspaban en una jornada de trabajo hasta 200 000 pencas. Otro inventor, José Torroella, español también, creó la «Rosita» y la «Ciclón». Carlos Pascal Caracashian, de origen armenio, fue el primero en reformar la ya modernizada Villamor y patentó sus máquinas denominadas la «Yucatán», la «Reforma» y la «Pascalita», que procesaban la fibra larga y corta, siendo muy reconocidas por su técnica avanzada.

Caracashian y José Torroella establecieron los talleres y fundidoras más importantes de Yucatán. Otras máquinas desfibradoras que destacaron por su economía y ligereza fueron la «Lupita» de Francisco Enseñat y la «Loria» que era una Prieto perfeccionada de poco costo. En 1916, en un artículo publicado en la revista Henequén, se anunciaba la creación de una nueva desfibradora que suprimía los discos armados de cuchillas utilizados desde la remota época de Villamor y Solís; el inventor mencionado era Gustavo González. Otras máquinas surgieron, como la «América» creada por José María Fuente, que estaba provista de un disco que sujetaba a la penca por su extremidad más gruesa y con auxilio de unos rodillos trituradores, que giraban sobre la cara del referido disco, la penca era desfibrada por su parte más delgada hasta llegar a la más gruesa, sin ningún desperdicio. En 1945, la Sociedad Equipos Desfibradores Yucatecos expuso al público sus primeras máquinas denominadas «Piloto», que consistían en un macerador de la hoja y una máquina que limpiaba y peinaba las hojas. Fueron ideadas por el ingeniero inglés James Mc Crae. A partir de 1880 se establecieron talleres locales en las grandes haciendas, que reparaban equipo y proveían de partes necesarias para el mantenimiento de las máquinas. La industria de la maquinaria se caracterizó por el uso intenso de la fuerza de trabajo y su pequeña escala; aproximadamente dos docenas de talleres de varios tamaños ofrecían diversidad de producto y servicio. El mercado estaba cerca, a la mano, y la iniciativa, así como la habilidad para trabajar el metal, recaía principalmente en los inmigrantes. Al paso de los años la industria henequenera decayó, por tanto también, el interés por industrializar y crear mejores máquinas.

.

.