Franciscanos

Franciscanos  Miembros integrantes de la Orden fundada por San Francisco de Asís en el siglo XIII que definió un estilo de vida totalmente opuesto al sistema monacal de su tiempo, caracterizado por su estabilidad y autonomía económicas. Los franciscanos que contribuyeron en la evangelización del nuevo mundo fueron hombres de fe y, por ende, de caridad y esperanza. En esto radicó la clave del éxito que alcanzaron. En junio de 1524 llegaron a la Nueva España 12 franciscanos encabezados por fray Martín de Valencia, provistos de la bula omnímoda de Adriano VI que contenía el mandato apostólico, en cuya virtud quedaban constituidos en los primeros misioneros encargados de la conversión de los naturales a la fe católica y del establecimiento de la iglesia en México. Estos misioneros fueron Martín de Valencia, Francisco de Soto, Martín de Coruña, Juan Juárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavante, García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Rivas y Francisco Jiménez, todos ellos sacerdotes, Juan de Palos y Andrés de Córdova, legos. Los 12 pertenecían dentro de la Orden, a la corriente que ponía mayor énfasis en el retiro, la contemplación y la penitencia. Las normas franciscanas ordenaban, entre otras cosas, que su vestido fuese de la tela llamada sayal, que debían andar con los pies desnudos y en casos necesarios con sandalias, siempre y cuando tuvieran la autorización de sus superiores.

Los edificios de los conventos debían ser lo más modestos posibles, construidos según la calidad del pueblo y quedaba regulado y limitado el uso de mobiliario de oro y plata para las iglesias. Estos primeros franciscanos fundaron la provincia del Santo Evangelio que fue el foco de irradiación misional. Aunque existen divergencias acerca de la llegada de los primeros franciscanos a Yucatán, sobre todo en la cuestión de los años, la mayoría coincide en que lo hicieron bajo las órdenes de fray Jacobo de Testera o Tastera. Parece ser, según Chamberlain, que los franciscanos llevaron a cabo su obra de conversión en Champotón en los años 1535 y 1537, dice: «Según los informes eclesiásticos, fray Jacobo de Testera, Custodio de la Orden Franciscana en la Nueva España, resolvió congregar a los mayas en el redil de la Madre Iglesia y ganar partes de Yucatán para la Corona de Castilla por la persuasión moral, después del forzado abandono de la Península por Montejo en 1534-35. Ya fuese con la colaboración de la Audiencia de la Nueva España o con la del virrey Antonio de Mendoza, quien tomó posesión a fines de 1535, y con garantías de que los españoles, exceptuando a ellos, serían los excluidos en Yucatán, Testera y otros cuatro frailes fueron a Champotón y comenzaron su labor pacífica.» Sin embargo, cuando los franciscanos se hallaban realizando una próspera labor de evangelización en estas tierras, llegó una expedición militar que pudo haber sido la de Lorenzo de Godoy, que alteró el proceso pacífico de conquista. Inmediatamente surgieron diferencias entre los frailes y los soldados. Estos últimos cambiaron el sistema de trabajo y de tributos que los frailes habían trazado por lo cual resultaron muchos abusos contra los indios. Los franciscanos, viendo que su labor era destruida y que la cooperación entre ellos y los soldados era imposible, regresaron a Nueva España, en tanto que permanecieron los soldados.

Posteriormente, Testera, después de una visita a Europa, envió a fray Toribio Motolinía y 12 misioneros más a Guatemala, en 1541, con instrucciones de desarrollar su actividad misionera en las provincias adyacentes. Cuatro de estos franciscanos, Luis de Villalpando, Lorenzo de Bienvenida, Melchor de Benavante y Juan Herrera fueron eventualmente destinados a Yucatán por el año de 1545. Poco después, otros frailes procedentes de Guatemala llegaron a Yucatán, estos fueron Nicolás de Albalate, Ángel Maldonado, Miguel de Vera y Juan de la Puerta, que entraron a la provincia directamente de Nueva España. De la Puerta fue nombrado comisario de este segundo grupo y sucedió a Villalpando como superior de los franciscanos en Yucatán. Montejo el Mozo recibió a los frailes con toda la atención posible. En Campeche hizo reunir a los caciques indígenas de la región y presentó a los religiosos no sólo como predicadores de la nueva religión, sino como padres de los naturales para que, como tales, los respetaran y obedecieran. Les pidió edificar iglesias y conventos, para que ahí acudiesen a recibir la instrucción religiosa. Esta presentación confirió a los frailes una autoridad a la cual los indígenas deberían respeto y obediencia ya que su labor justificaba la conquista de estas tierras.

En Mérida, Montejo el Mozo les asignó un monasterio y los apoyó en la construcción. Villalpando se quedó en las provincias de la costa occidental, donde pronto aprendió profundamente la lengua maya y pudo preparar textos y un catecismo. Villalpando y Herrera predicaron a los mayas de Canpech y Ah Canul y de la Puerta y sus compañeros, a la gente de la jurisdicción de Mérida. En poco tiempo, 28,000 indios fueron bautizados solamente en las provincias de la costa occidental. Este primer grupo de franciscanos provenientes de Guatemala y México se organizó primero como una congregación en 1547 y se esforzaron por dar vida y constitución a este primer núcleo franciscano, para hacerlo poco a poco una provincia floreciente. En 1549, siete frailes más llegaron con Nicolás de Albalate. Entre ellos se encontraba Diego de Landa, que más tarde llegó a ser el superior de los franciscanos y luego obispo de Yucatán. Con el establecimiento de los dos primeros conventos, el de Campeche y Mérida, fray Lorenzo de Bienvenida se trasladó a México en 1548 con el fin de solicitar al comisario fray Francisco de Bustamante que las fundaciones de Yucatán se erigiesen en Custodia, sujeta a la provincia del Santo Evangelio de México.

El 29 de septiembre de 1549 se celebró el Primer Capítulo Custodial. Cinco conventos formaron la Custodia de Yucatán: el de San Francisco de Campeche, Mérida, Maní, Conkal e Izamal, la cual tomó el nombre de San José quedando sujeta a México. A cuatro años de haber llegado, lograron en el Capítulo General de Águila, Italia, la separación de la Custodia de San José de la del Santo Evangelio, constituyéndose en provincia independiente, pero unida a la Custodia de Guatemala.

En 1561, las misiones de Yucatán se establecieron como provincia franciscana con Diego de Landa como su primer provincial; por ese entonces existían nueve conventos en construcción y siete en proceso de fundación. En 1563 había 12 casas fundadas, de las cuales seis estaban terminadas y dos comenzadas, lo que representaba un control sobre 108 pueblos con una población aproximada de 26,500 indios casados. Y finalmente, en 1565, en el Capítulo General celebrado en Valladolid, España, fray Lorenzo de Bienvenida logró que Yucatán y Guatemala se erigieran en provincias independientes. En 20 años, la comunidad franciscana de San José se encontraba perfectamente consolidada al interior de la Orden y fuertemente afincada en el gobierno de Yucatán. Había conseguido su independencia como provincia religiosa, el número de sus conventos era considerable y el radio de acción controlado sobrepasaba en número los 100 pueblos indígenas. Sin embargo, los esfuerzos de los franciscanos fueron entorpecidos principalmente por los encomenderos que temían la influencia de los frailes en sus pueblos y por los sacerdotes mayas cuya religión era amenazada de ser destruida por la nueva fe. Las principales estrategias que los franciscanos utilizaron para evangelizar con mayor eficacia a los indígenas mayas consistieron en aprender a la perfección la lengua maya para poder comunicarse adecuadamente con los indígenas y de esa manera internarse en su mundo y poder transmitir adecuadamente las enseñanzas cristianas. Muchos frailes elaboraron excelentes diccionarios, gramáticas y libros sobre la lengua y costumbres mayas que evidenciaron el empeño y dedicación que destinaron al conocimiento de la cultura indígena de esta región. Otra estrategia fue aglutinar a los naturales en pueblos grandes donde establecieron su centro de acción y trasladar a otros a lugares cercanos a estos pueblos. La organización misional de los pueblos indígenas ya establecidos fue relativamente rápida, sin embargo, la dispersión en los montes fue poco a poco superada. La misión se formaba con una o varias reducciones.

El poblado más céntrico o más importante recibía el nombre de cabecera y los demás poblados se denominaban sujetos o aledaños. La cabecera era el centro de acción del misionero, en ellas residía y realizaba visitas frecuentes a los pueblos sujetos.

Las misiones eran atendidas generalmente por dos misioneros. Como norma general el radio de acción del fraile fue de cinco a siete kilómetros a la redonda de la cabecera. En los pueblos sujetos o aledaños, suplían al franciscano indios instruidos especialmente para que ellos continuaran la instrucción de la doctrina en la ausencia del misionero. En Mérida, así como en los otros conventos, los franciscanos establecieron escuelas donde los hijos de los caciques eran instruidos en el cristianismo con el objetivo de que al incorporarse a sus pueblos se convirtieran en propagadores de la nueva fe. Con la finalidad de organizar, aculturar y proteger a los naturales, los religiosos se fueron convirtiendo en una fuerza directriz en la administración de los pueblos indígenas. Al orientar o aconsejar, dirigían la vida de estas comunidades en sus acciones socio-económico-políticas y al enseñar ejercían una influencia sobre el modo de concebir el mundo, la vida y el comportamiento humano. Vigilaban las costumbres de los naturales y los castigaban cuando éstos violaban las normas cristianas. Los franciscanos lucharon contra la esclavitud entre los mismos indígenas y contra el abuso de los españoles en la utilización del servicio personal y la tasación de los tributos.

El indígena también presentó resistencia a la acción de aculturamiento y de evangelización del franciscano. El conquistador y el encomendero no modificaron la vida ni las costumbres del indígena, en gran medida los dejó en el mundo que tenían antes de su llegada para aprovechar su trabajo. En cambio, el misionero, aunque lo defendía de los abusos que contra él se cometían y se esforzaba para que se le diese un tratamiento distinto, de hecho fue quien de una manera sistemática y organizada destruyó gran parte de aquello que no era compatible con las nuevas creencias, transformando y trastocando el mundo indígena. Los frailes encontraron en sus actividades rectoras y de denuncia la oposición de los encomenderos, quienes trataron a toda costa de conservar los privilegios que de una u otra forma habían logrado, ya fuese con la aceptación velada de las autoridades locales o burlando muchas veces la vigilancia de éstas. Como las actividades de los franciscanos iban, en algunos casos, en contra de los intereses de los encomenderos, éstos se quejaron de la influencia que ejercían los religiosos en la administración de los pueblos encomendados. Consideraban que los franciscanos se adjudicaban una autoridad que correspondía a la jurisdicción civil y además no desaprovechaban oportunidad para fulminar procesos eclesiásticos contra ellos, tanto por su comportamiento inmoral como por sus blasfemias y ofensas contra la fe católica. Los encomenderos también desprestigiaron el comportamiento de los misioneros, entorpecieron su labor evangelizadora entre los naturales y los acusaron ante las autoridades y la Corona. Los frailes se apoyaron para poder continuar con el programa misionero, en primer término, a través del convencimiento de los ideales humanitarios y de vivir la pobreza en el sentido que la sustentaba la familia franciscana. El no crear vínculos ni alianzas con las autoridades ni sociedad encomendera les brindó la posibilidad franca y abierta de oponerse y denunciar las arbitrariedades y abusos que éstos cometían contra los naturales. Además, se apoyaron en la política proteccionista de la Corona en favor de los naturales. Y también se valieron de la acción de sus procuradores. Éstos fueron elegidos entre uno de ellos para que los representara. Quien salía elegido se trasladaba a España o a México o a la sede de la Audiencia de los Confines para hacer valer sus peticiones.

Para solucionar necesidades, tales como la erección de conventos, el sostenimiento del culto y su administración, el aumento del número de hermanos, vestido y libros, acudieron directamente al rey. Ante las irregularidades, oposiciones y abusos, personalmente presentaron sus demandas a las instancias jurídicas cercanas: las Audiencias, ya fuese la de México o la de los Confines. En algunas ocasiones cuando el procurador iba a España, solicitaron el apoyo del Consejo de Indias y del mismo rey. Los procuradores jugaron un papel importante en la organización y preponderancia de la provincia franciscana, ya que a ellos les tocó hacer efectivas las demandas de sus hermanos ante el rey y posteriormente hacerlas cumplir en la provincia. Todos estos elementos se configuraron en un momento dado y tomaron una dimensión fuera de lo común ya que entraron en juego intereses económicos, fuerza política y autoridad religiosa. Antes de 1562, el indígena parecía haber sido evangelizado y se encontraba en el proceso de adoctrinamiento. Se creía que el culto a los dioses mayas, al igual que las imágenes de éstos habían desaparecido como resultado de la labor de los misioneros entre los naturales. Sin embargo, acontecimientos futuros demostraron lo contrario. En mayo de ese año fueron descubiertos accidentalmente, en el pueblo de Maní, un gran número de ídolos y después de las primeras investigaciones, los frailes del monasterio de ese pueblo consideraron la necesidad de participar al provincial lo que ahí acontecía.

Diego de Landa, en calidad de juez eclesiástico de la provincia, intervino en los acontecimientos. Dio a conocer a Diego Quijada, alcalde mayor de Yucatán, la situación idolátrica de Maní y exigió el auxilio del brazo seglar. Lo que asombró a los frailes fue la extensión y las proporciones que había alcanzado el culto a los antiguos dioses en una de las provincias mejor atendidas por ellos. Debido al escaso número de hermanos, los franciscanos confiaron demasiado en la labor que pudieron hacer algunos indígenas adoctrinados por ellos, entre sus connaturales. Con esa confianza, los hicieron maestros de escuela y las autoridades reales les confiaron puestos públicos. Al llegar Francisco de Toral como obispo, el 14 de agosto de 1562, fue informado sobre el proceso inquisitorial de Maní y las investigaciones que se hacían en las provincias vecinas. Esta información fue proporcionada por las autoridades, los pobladores y los frailes. Cada grupo presentó su propia versión del asunto y dieron sus pareceres y consejos al prelado. A causa de los procedimientos seguidos y los que deberían seguirse para concluir el proceso, surgió entre el obispo y el provincial de los franciscanos, fray Diego de Landa, una relación tirante que los llevó a un enfrentamiento personal. Ante tal situación el nuevo prelado tomó a su cargo las investigaciones.

A partir de ese momento, agosto de 1562 hasta aproximadamente abril de 1563, Toral estuvo ocupado en la resolución del proceso inquisitorial por la idolatría de los naturales iniciado por los franciscanos. Durante ese tiempo existió una relación difícil y hostil entre el obispo y los hermanos menores, originada entre otras razones, por los juicios contrarios a los frailes, de españoles residentes en estas tierras; por la incompatibilidad de los métodos de evangelización del prelado y de los franciscanos; por la autoridad con que actuaban éstos y que molestaba sobremanera al obispo, y por el temperamento apasionado tanto de éste como del provincial. La provincia franciscana de Yucatán sufrió las consecuencias de esta situación, sin embargo, se mostró unida a pesar de la salida de sus principales superiores. No hubo ya más enfrentamientos con Toral, pero tampoco hubo sumisión. Esto llevó al prelado a pedirle al rey que enviara en su lugar a otro obispo más de acuerdo con los franciscanos de Yucatán. Sin embargo, el rey nunca aceptó. Posteriormente Diego de Landa fue nombrado segundo obispo de Yucatán, y con él la provincia de San José retornó a su estado floreciente y la familia franciscana a su papel rector en la evangelización del indígena. Desde fines del siglo XVI y durante el siglo XVII, el espíritu misionero de los primeros años se fue transformando debido al papel de curas doctrineros que les tocó desarrollar, así como también a la estabilidad de vida que vivió la Colonia durante estos siglos. Sin embargo, la labor evangelizadora continuó. Se presentaron diversas tentativas de conquistar y reducir pacíficamente la región del Petén Itzá y pueblos cercanos a los bosques del Sur y a la región de Bacalar.

Muchos frailes fracasaron, otros dieron la vida al ser martirizados y algunos más vieron coronados parcialmente sus esfuerzos. Así, la misión de los franciscanos en el Petén Itzá se desarrolló entre 1617-1619. En ella participaron los frailes Juan de Fuensalida y Juan de Órbita, quienes a pesar de los riesgos que corrieron no lograron nada. Años después Diego Delgado, entre 1621-1624, consiguió con gran persuasión congregar un gran número de indígenas esparcidos en los montes de la Pimienta y con ellos reconstituir el abandonado pueblo de Sacalum. Los planes fueron entorpecidos por la presencia del capitán Francisco Mirones quien tomó este pueblo como base de operaciones para la conquista del Petén.

Diego Delgado, tratando de demostrar que para la cristianización de los naturales daba mayor fruto la predicación que el empleo de las armas, murió en manos de los itzaes. Posteriormente fray Juan Enríquez, quien lo sustituyó en Sacalum, también fue martirizado junto con el capitán Mirones y soldados españoles por los irritados indígenas de este pueblo que se sublevaron el 2 de febrero de 1624. Muchas veces, como en este caso, la codicia de los capitanes deshizo el trabajo y esfuerzo de los franciscanos y dificultó al gobierno español la dominación de la región sureste de Yucatán. Entre 1640 y 1643 hubo otras dos tentativas de conquista pacífica ya que los indios de Bacalar se habían sublevado. El gobernador Diego Zapata convocó a una asamblea sobre los medios para reducir a los indios que habían quemado sus pueblos, profanado sus templos y huido a los montes. La idea que imperó fue la reducción pacífica. Ante ello se envió a fray Ambrosio de Figueroa, quien a pesar de dirigirse a los rebeldes y tratar de persuadirlos, fracasó en su misión. El gobernador prefirió entonces esperar otra ocasión más oportuna antes que declararles en esos momentos la guerra. Ésta se presentó a la llegada del nuevo obispo Alonso de Ocón. Fueron enviados por fray Antonio Ramírez, provincial de los franciscanos, los frailes Bartolomé de Fuensalida, Juan de Estrada, natural de Yucatán, quien antes de ser franciscano había sido alcalde y justicia mayor de Bacalar; Bartolomé Becerril y Martín Tejero, todos ellos magníficos maestros de la lengua maya. Llegaron a Salamanca de Bacalar de donde se dividieron unos hacia Tipú, otros hacia la costa oriental, quedando uno de ellos en Bacalar. Después de toda clase de dificultades en el camino, y ante la negativa de los indios, Fuensalida y su compañero regresaron a Mérida sin obtener ningún resultado. Becerril logró reducir los pueblos de Zoité y Cehaké que fueron poco después saqueados por los piratas, y Tejero, después de reducir a indios rebeldes y congregarlos en el pueblo de Maná en la isla de Sula, fue hecho prisionero por los piratas holandeses. En este caso fracasaron no por la hostilidad indígena, sino por la voracidad del teniente Juan de Bilbao.

En 1695 el general Martín Urzúa y Arizmendi tomó de nueva cuenta la conquista del Petén, ya que había obtenido la concesión del rey Carlos II de abrir un camino carretero de Yucatán a Guatemala, pagándolo de su peculio. El rey estableció que la reducción fuese hecha con la predicación evangélica, y que en todo el camino, de trecho en trecho, se fundasen pueblos o ventas que sirviesen de refugio y seguridad a los que transitaran. Los franciscanos apoyaron este nuevo intento. La misión estuvo formada por Juan de San Buenaventura, José de Jesús María y Tomás de Alcocer, financiados con los fondos de la provincia de San José. Un mes más tarde, en julio de 1695, se les unieron tres franciscanos más. Lograron abrir 86 leguas de camino, en una primera etapa, y en este trayecto los franciscanos se quedaron en los dos pueblos que habían reducido en la región comarcana al Petén. En Tzuctzok, fray Andrés de Avendaño y otros dos franciscanos; en Bateab, Juan de San Buenaventura y dos compañeros. Desde estos poblados intentaban atraer a los indígenas de los alrededores a las dos poblaciones refundadas. El general Urzúa y Arizmendi, entusiasmado por las noticias favorables, envió al padre Avendaño como embajador para hablar con Can Ek, cacique del Petén Itzá. Fracasaron de nuevo ante la hostilidad indígena. Sumamente maltrechos tuvieron que regresarse de noche sin ser vistos, por lo que se perdieron en el bosque y estuvieron a punto de morir de hambre y cansancio de no haber encontrado unas recuas de García de Paredes que capitaneaban a los hombres de Urzúa en esta empresa. Auxiliados y reconfortados regresaron a Mérida.

Por su parte, el capitán Pedro de Zubiaur, con soldados, y fray Juan de San Buenaventura llegaron a la Lengua del Petén donde éste intentó persuadir a los indígenas, pero también fracasó. En 1697 se emprendió otra campaña que obtendría el triunfo, pero con la fuerza de las armas. Así terminaría esta empresa que tantas vidas españolas e indígenas costó. Otra situación que fue frecuente durante estos siglos fue la disidencia entre los gobernadores y provinciales franciscanos. Esto surgió como resultado de las exigencias de la autoridad civil sobre la religiosa. Justo es decir que algunas de éstas fueron provocadas algunas veces por acciones de los curas doctrineros, que en ocasiones se sobrepasaban en su trato y autoridad con el indígena. Otras veces fueron derivadas de un exceso de autoridad de los gobernantes. Dificultades también hubo con los obispos, ya que algunos franciscanos empezaron a influir en las elecciones de su superior y para ello se hacían apoyar de las autoridades civiles. Algunos obispos quisieron intervenir para reformar estos vicios tan ajenos al espíritu de la Orden, aunque fracasaron en su intento. Estas intervenciones, así como la secularización de algunas parroquias, el cambio de avenciones de especie por dinero o la reducción de éstas, o disposiciones relativas a la vida parroquial que innovaban las tradicionales, provocaron siempre conflictos que llegaron algunas veces hasta el extremo de la excomunión de los frailes teniendo que mediar la Audiencia de México o el mismo rey para pacificar los ánimos y restablecer el orden. A la par de esta minoría existió una fracción de religiosos de recta conciencia, apegados a su espíritu y que cumplían con las reglas de observancia de la Orden y daban ejemplo tanto a españoles como a indígenas de una vida consagrada a Dios y al servicio de sus semejantes. Muestra de ello fue la labor que realizaron durante el tiempo de la fiebre amarilla que asoló a Mérida en 1648. Se entregaron de día y noche a favorecer a los enfermos, confesarlos y administrarles los sacramentos, más de 20 franciscanos murieron en esta tarea, entre ellos el provincial fray Juan de Alcocer.

Para el siglo XVIII la Orden franciscana decayó moralmente, intervenían en las elecciones de los provinciales y también en las de los civiles, y algunos de ellos practicaban una vida solapada y corrupta. Un caso muy sonado fue el de fray Bernardo Rivas cuya influencia en la vida política y social peninsular hizo que el Ayuntamiento de Mérida pidiese al rey, en 1703, que fuera desterrado de la provincia. Los historiadores insisten en aseverar que no eran la mayoría de los frailes y que junto a este grupo de relajados hubo otros de intachable conducta, entregados a su misión.

A principios del siglo XIX, los movimientos independentistas tomaron fuerza en la vida de la provincia y algunos franciscanos intervinieron en ellos apoyando a Lorenzo de Zavala, a pesar de la reprobación de sus hermanos que rehuían mezclarse en la política. El mariscal Juan María Echeverri, al tomar posesión del gobierno de Yucatán, en enero de 1821, decidió por sus ideas jacobinas terminar con las órdenes religiosas existentes en esta provincia. Por ello, dirigió una nota al obispo, instándole a cumplir con las disposiciones de la Corte de sustituir a los párrocos regulares por sacerdotes del clero diocesano. La secularización durante siglos había sido un punto álgido para los franciscanos y el obispo Estévez y Ugarte, con prudencia, había demorado el despojo de los frailes hasta encontrar cómo ocuparlos en otras funciones. Pero ante la insistencia constante del gobernador Echeverri, tomó la medida de declarar vacantes los curatos en manos de religiosos. A los franciscanos les dejó los conventos de Ticul y Calkiní para que las rentas, unidas al rendimiento de algunos capitales y a las limosnas, les sirvieran para sostenerse, pues el prelado no quería su extinción. Cuando se ejecutaba esta disposición, llegó a Mérida el 29 de enero de 1821 una ley de las Cortes, expedida el 1 de octubre de 1820, que mandaba la disminución de los monasterios, ordenándose no permitir más de un convento de cada Orden en una misma población, suprimir los que contaban con menos de 12 sacerdotes e impedir la apertura de otros nuevos. Se prohibía admitir novicios y de que profesasen los existentes. Este decreto fue cumplido en Yucatán con toda severidad y rigor contra el cual protestó el obispo sin lograr ser escuchado.

El 15 de febrero fue desalojado y despojado el convento de San Francisco, sin tomar en cuenta los tesoros de arte y literatura que guardaba este recinto. Los frailes abandonaron el convento trasladándose al de Mejorada. Exceptuados los conventos de Ticul y Calkiní, fueron clausuradas todas las casas de la Orden que existían en la Península. El convento de San Francisco fue botín de todos aquéllos que quisieron tomar, destrozar y quemar cuanto quisieran y pudieran. En un día desaparecieron cuadros de pintores célebres y de la provincia, antigüedades, manuscritos de lingüística, historia y ciencias naturales, diccionarios de lengua maya, libros inéditos en latín, español o maya, informes, memoriales, etcétera, que durante tres siglos de estudio e investigación habían acumulado los franciscanos. Éstos permanecieron en número muy reducido en el convento de la Mejorada, llevando una vida de trabajo, oración y penitencia, a la vez que enseñaban e instruían en doctrina y moral cristiana a sus feligreses. Ejemplo de esta vida fue fray Joaquín Ruz quien, además, como muchos de sus antecesores, cultivó la lengua maya dejando un buen número de obras que sirven de fuente para los estudiosos del idioma. La provincia de San José de Yucatán se extinguió finalmente a mediados del siglo XIX. Un siglo más tarde, a instancias del arzobispo de Yucatán, Fernando Ruiz Solórzano, la comisaría del Santo Evangelio de México se hizo cargo de la parroquia-santuario de San Antonio de Padua en Izamal. Este compromiso lo aprobó y confirmó la Santa Sede en el año de 1949.

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