Librerías y libreros Desde 1824 contaba Yucatán con su Universidad Literaria, entre cuyos catedráticos figuraron personalidades notables, venidas de fuera, que abrieron el panorama de los conocimientos humanos, como el fundador de ese centro de estudios, el obispo Pedro Agustín Estévez y Ugarte, quien fue uno de los mayores impulsores de las letras yucatecas, Antonio Fernández Montilla, Juan María Herrero y Ascaró, Domingo López de Somoza, Ignacio Vado Lugo, Alejo Dancourt, Juan Hübbe y otros. Sin embargo, no sólo esos sabios españoles, centroamericanos, franceses y alemanes fueron los que contribuyeron a abrir el panorama universal de las letras, de la filosofía, de las ciencias y de la historia y a fomentar su afición a estas disciplinas. Factor importantísimo para alcanzar esos conocimientos, esa ilustración, fueron los libros, los periódicos y las revistas que del exterior llegaban a Yucatán. Ya de tiempo atrás, antes de la apertura de la Universidad Literaria, antes de la Independencia, era el libro la causa del fermento de nuevas ideas en Yucatán. Demostración de ello es la efervescencia de Los Sanjuanistas. No bastaban que llegaran unos cuantos libros y alguna revista, cuyos ejemplares posiblemente pasaban de mano en mano. Tuvo que haber una mayor difusión del libro y de la publicación periódica, y esta difusión no podía haberse realizado más que a través del librero, que fue el cauce y canal por donde fluyó la savia que fecundó y alimentó el afán de conocimientos y despertó el anhelo de superación cultural de los yucatecos de esas épocas.
Libreros propiamente dichos, dedicados exclusivamente al comercio del libro, no parece probable que existieran en los albores del siglo XIX. Los que con el tiempo fueron surgiendo, al mismo tiempo que ofrecían en venta volúmenes importados, ofrecían también los más diversos objetos: comestibles, artículos de mercería y quincallería, productos medicinales, al igual que ocurría en otras partes. Cuando la imprenta se estableció en Yucatán, fueron los impresores quienes, a la par que editaban e imprimían libros, folletos y periódicos, que ellos mismos vendían, los traían también de México, La Habana y España para su venta en Mérida. Cosa semejante se observaba con los impresores de otras poblaciones de América. Uno de los primeros comerciantes en libros, de quien se tiene noticia cierta, es Jorge Torre, del cual, en el número tres, correspondiente al 2 de junio de 1820 del periódico La Lealtad Yucateca, apareció el siguiente anuncio: «En la plaza de la verdura, en la tienda de don George Torre se vende este periódico a real. El tomo primero de los Clamores a 5 pesos y otras obras de religión, en prosa y poesía del mismo autor». El tomo a que se refería el anuncio era el del periódico Clamores de la Fidelidad Americana, que publicó en 1814 José Matías Quintana. No parece ser el de Torre un expendio exclusivo de libros, por la reducida relación de obras que ofrecía, sino una tienda en la que entre otras mercancías estaban también la venta de libros y periódicos; tampoco puede precisarse por tan breve noticia el tamaño de su negocio en el ramo libreril.
De más importancia y más dedicado al negocio de libros era sin duda José María Rada, quien en 1821 publicó una hoja suelta de anuncio, impresa por Manuel Anguas, en la que ofrecía, entre otras obras, los Catones, de San Juan Casiano; un Catecismo político; un Diccionario manual; las Artes, de Nebrija, el primer gramático español; un Tratado de árboles; un Estilo de cartas; unas Reglas de vida; el Sacerdotum Sanctificarum; el Camino del cielo; el Despertar eucarístico, y el Espíritu de la Biblia. No se sabe con precisión cuándo se fundó este comercio y hasta cuándo se dedicó a tales actividades el señor Rada. Era muy común y lo siguió siendo en Mérida hasta mucho después, que las imprentas fueran también expendios de libros, no sólo de los ahí impresos, sino igualmente de libros importados. Demuestran lo anterior anuncios en los periódicos de la época, que constituyen los primeros intentos de propaganda comercial en nuestro medio, y satisface pensar que fueron estos elementos de cultura intelectual los que se ofrecieron al público antes que cualquier otro efecto mercantil, por medio de la prensa local. En algunos anuncios publicados en 1821 en El Yucateco o el Amigo del Pueblo, famoso periódico político de Mérida, hay ofertas de libros y periódicos de La Habana, de venta en la imprenta del mismo, situada en la calle del puente, la que aparece indistintamente a cargo de Manuel Anguas y de Andrés M. Marín. En el anunció publicado el 26 de julio del citado año se ofrecen, entre otros títulos, la Filosofía lugdunense, del jesuita español del siglo XVIII Juan de Lugo; el Diccionario de física, de Mathurin Joseph Brisson, naturalista y físico francés; el Diccionario latino español y español latino, de Manuel Valbuena, notable latinista español; gramáticas castellanas, rituales romanos; la Novísima recopilación de leyes; las obras del benedictino y polígrafo español Benito de Feijoo; las del poeta y fabulista Tomás de Iriarte, y las poesías del marino, diplomático y poeta neoclásico español, Juan Bautista Arriaza y Superviela. En otros números se encuentran ofertas de la Vida de Cicerón; Las veladas de la quinta; Pablo y Virginia, de Jacques de Saint Pierre; el Deísmo, de Nicolás Silvestre Bergier, teólogo francés; el Espíritu de Telémaco, de Fenelón; la Revolución de Francia; una Introducción al estudio del Derecho; el Origen de las leyes; Artes y ciencias; las Luisiadas, de Camoens; la Filosofía de la elocuencia, de Antonio de Capmany; las obras de fray Luis de Granada; las de Plutarco, Salustio y Quintiliano; el Quijote, en cinco tomos; el Año cristiano, en 18 tomos; un Compendio de historia universal, en 17 tomos, y otros muchos libros. En el ya mencionado periódico, en su edición del 29 de diciembre de 1821 aparece el anuncio de un folletito con los seis primeros meses del Directorio de 1822, para el rezo de los padres franciscanos, de venta en la tienda de Rafael Castillo, bajo los portales de la Alameda. Cabe pensar que no era la única obra de venta en esta tienda.
Otro expendio de libros existía por aquellos años en la «Imprenta Imparcial, al servicio del estado» a cargo de Marcos Salazar, en la plazuela de San Juan. En los números de la Gaceta de Mérida, publicada por los años de 1823 y 1824 en esa imprenta, se encuentran frecuentes ofertas de cartillas y cartones, traducciones de sintaxis y otros libros que la misma tenía en venta. Con el advenimiento de la Independencia, tanto la imprenta como el periodismo, esas dos instituciones que tan notablemente contribuyeron al desenvolvimiento de nuestra cultura intelectual, tuvieron campo abierto para su desarrollo, y unido a esos dos elementos, el comercio de libros fue tomando incremento también y constituyéndose a sí mismo, en importante factor en la difusión del gusto por la lectura y en ese desenvolvimiento intelectual de que tan palpables demostraciones hallamos en el siglo XIX en Yucatán.
Nombre preclaro entre los libreros, impresores y editores de este siglo, fue el apellido Espinosa. En 1828, don José Martín Espinosa de los Monteros inició la publicación, luego continuada por sus descendientes, del famoso Calendario de Espinosa, en una imprenta de su propiedad que pronto, como ocurría con otras, se convirtió en expendio de libros y miscelánea. Los años hicieron progresar notablemente el negocio de la familia Espinosa, muy especialmente después de iniciada la segunda mitad del siglo. Confirma esto el Calendario de la casa, para 1866, en el que se ve un anuncio que lleva el nombre de «Librería, Imprenta y Litografía de J. D. Espinosa e Hijos», la que estaba situada en la calle del Comercio (hoy calle 65) número 34. En ese anuncio hay enumerados centenares de libros de religión, literatura, historia, enseñanza, comercio, geografía, gramática, etcétera. Años después, en el Calendario de 1876, la lista de sus títulos en venta ocupa 31 páginas, lo que da idea de su cuantía y de la importancia alcanzada por ese negocio. Además de los impresos en Mérida y México, muchos eran los libros que Espinosa importaba directamente no sólo de España, sino de otros países europeos y especialmente de Francia, centro de gran interés para el lector de América. Para entonces, en el año de 1876, la sociedad J. D. Espinosa e Hijos se disolvió y se quedó con la librería Miguel Espinosa Rendón, cuyo negocio estaba ya en la calle de los Hidalgos núm. 22 (extremo oriente de la hoy calle 65). Más tarde estuvo en la misma calle 65 núm. 484, entre la 56 y 58, cuando ya estaba al frente de ella Manuel Espinosa y Espinosa y finalmente en la calle 58 núm. 534 que en sus últimos años era de Luis H. Espinosa y Sierra. Fue esta librería la que editó durante más de una centuria, el famoso y hoy tan añorado Calendario de Espinosa, libro indispensable de consulta en todos los hogares, así de Yucatán como de todo el Sureste. Con los años la actividad libreril de los Espinosa entró en decadencia y ya iniciado el siglo XX su surtido de libros era muy reducido y la casa se dedicaba también al ramo de papelería, perfumería, «novedades para obsequio», remedios, píldoras, tónicos y depurativos, y tuvo además durante algún tiempo, un departamento de semillas de hortaliza. Retrocediendo en el tiempo, a mediados del siglo XIX, el comercio de libros alcanzaba ya auge y prestigio en nuestro medio a la par que florecían las sociedades literarias y se sucedían, de 1846 a 1869 generaciones de hombres de letras que dieron honor y fama a la Península, como posteriormente ocurrió también.
Los más prominentes impresores seguían siendo también los introductores de libros foráneos. Antes de 1850 la empresa tipográfica de Gerónimo del Castillo se contaba en ese grupo, como también la de José María Corrales. En los periódicos que imprimían se encuentran ofertas no sólo de sus publicaciones y libros sino igualmente de obras traídas de La Habana y de España. A Gerónimo del Castillo le sucedió más tarde su hijo Lázaro, de quien encontramos frecuentes anuncios en las cubiertas de las entregas del famoso Diccionario histórico de Yucatán, que escribiera y dejara inconcluso su padre. Tenía hacia 1866 su casa cerca de la esquina del Chivo y en ella un expendio de libros, algunos de cuyos títulos aparecían en esas cubiertas. Se mencionaban en profusa cantidad obras de religión, medicina, historia, filosofía, literatura, astronomía, geografía, leyes, teneduría de libros, de matemáticas y diccionarios. Entre unos y otros, Lárragas en diversas ediciones, la Imitación de Cristo, de Kempis; Las ordenanzas de Bilbao; la Economía política, de Clemente José Garnier, economista y publicista francés; el Derecho canónico, de Justo Donoso, prelado chileno; las obras de botánica, química, farmacia y física de Castelis; las Pandectas; el Álgebra, de Bourdon; la Física, de Ganot; la Gramática latina, de Juan de Iriarte, humanista español; los libros de Jaime Balmes; la Aritmética, de Ignacio Magaloni; el Diccionario latino-español y español-latino, de Manuel Valbuena, y otros muchos.
En 1852 surgió en Mérida otra librería que habría de alcanzar gran renombre; la de Rodulfo G. Cantón Cámara. Cinco años después de su fundación publicaba un Catálogo de las obras que se hallan de venta en casa de Rodulfo G. Cantón, calle de la Mejorada Núm. 5. La calle de La Mejorada era la hoy calle 59 en su tramo desde el parque Hidalgo o Plaza del Jesús, hasta el convento de la Orden de Mejorada de San Francisco. Era un catálogo de 12 páginas, impreso por Espinosa e Hijos, hecho por orden alfabético de autores, con amplio contenido de obras de derecho, latinidad, literatura, poesía, novela, filosofía, geología, medicina, pedagogía, geometría, gramática, química, veterinaria, agricultura, idiomas, diccionarios, etcétera. Años más tarde, por haberse dedicado a otras empresas, Rodulfo G. Cantón traspasó el negocio de libros a su hermano Eraclio, quien puso a las casa el nombre de Librería Meridana y en 1866 publicó un catálogo de sus existencias mucho mayor del que hiciera antes Rodulfo. Tenía 66 páginas y llevaba por título Catálogo de los libros que se hallan de venta en la librería Meridana de Cantón. Mérida, Yucatán, Plaza del Jesús. Muy amplia y variada debió haber sido aquella existencia de libros para que su relación abarcara más de 60 páginas de ese catálogo. Rodulfo G. Cantón, al ceder la librería a su hermano Eraclio, se reservó para sí el ramo de ventas al por mayor de libros de algunas editoriales extranjeras de las que era representante en Yucatán, como la famosa casa D. Appleton y Cia., de Nueva York y algunas de París. Además del ramo de libros, la Librería Meridana distribuía numerosas revistas por suscripciones, de las que las más solicitadas eran La Moda Elegante Ilustrada y La Ilustración Española y Americana, de Madrid, y periódicos de México como El Siglo XIX y La Colonia Española, bisemanario que dirigía el periodista hispano Adolfo Llanos y Alcaraz. Esta librería no sólo vendía libros y artículos de papelería y escritorio, sino también instrumentos de música, cuerdas para violín, guitarra y piano; anteojos; gemelos para teatro; tijeras; aquellos típicos abanicos de pajilla, abanicos importados para señoras; quinqués de colgar, de mesa y de pared, velas para coches; cubiertos de mesa de la afamada casa francesa Christoffe; lavacaras; vajillas, etcétera, y en ocasiones llegó a ofrecer, como agente, las máquinas de vapor inglesas, de Marshall Sons & Co. Ltd..
Era costumbre de aquellos años, la venta de libros por entregas en elegantes ediciones a todo color, como enciclopedias, obras de geografía, historia, zoología, fisiología y otros temas. Se invitaba al público a suscribirse y una vez conocido el número de interesados en la obra, los libreros hacían sus pedidos a los editores de España, Francia, Estados Unidos de América y México y servían las entregas conforme llegaban, a razón, generalmente, de una por semana, reservándose algunas más para encuadernarlas al terminar éstas y venderlas en volúmenes completos a quienes no se interesaran por las suscripciones. Dadas las dificultades de comunicaciones de aquella época, solía ocurrir que se perdieran en tránsito algunas entregas y quedaran por lo tanto truncas las colecciones, en cuyo caso los libreros se comprometían, con no poca pérdida de su parte, pero con gran sentido de responsabilidad, a recoger las entregas ya distribuidas y devolver su dinero a los interesados. Al igual que se hacía con los libros editados en Europa, Estados Unidos de América y México, se hizo también con la venta por fascículos semanales, de muchas de las obras editadas en Mérida, como las de Gerónimo del Castillo, Fabián Carrillo Suaste, José García Montero, Eligio Ancona, Nicanor Contreras Elizalde, Serapio Baqueiro y otras, y era frecuente la venta de cuadernos a precios rebajados cuando se acumulaban números atrasados. En 1869 surgió la que habría de ser famosa y longeva Revista de Mérida y dos años después, en la misma imprenta de sus editores ya se anunciaba, en las páginas de esa publicación, la venta de libros tanto de impresión local como foránea, expendio que subsistió hasta fines del siglo XIX. Su surtido era amplio y variado.
Imprenta famosa fue también la del Comercio, en la que a fines de los 70 se imprimían las obras de Fabián Carrillo Suaste. En los forros de las entregas de su Colección Literaria se anunciaba la venta en esa imprenta de numerosas obras, entre ellas la novela El escándalo, de Pedro Antonio de Alarcón; Graziella, de Alfonso de Lamartine; Historia de Sibila, de Octavio Fouillet; Los pordioseros de frac, de la Baronesa de Wilson. Ofrecía también esa imprenta muchos libros en latín: las obras de Publio Virgilio Marón, Cornelio Nepote; el Epítome de historia sagrada, de Carlos Francisco Lhomond, humanista francés; un Arte de lengua latina y otras, que demuestran la afición de aquellos años por la literatura latina y el dominio que del latín tenía el yucateco culto. Ocurría en la segunda mitad del siglo XIX que se reunieran en ciertas tiendas o en sus trastiendas, determinados elementos de nuestra sociedad, escritores, poetas, periodistas y personas más o menos cultas en general, a charlar y a cambiar impresiones sobre las últimas novedades literarias, las nuevas corrientes filosóficas y sociales o descendiendo a un nivel más amplio, de los más recientes acontecimientos políticos y económicos. Tal sucedía en las librerías de nuestro medio, como acaecía entre concurrentes más heterogéneos en otros comercios de la localidad, boticas, mercerías y quincallerías, en las que se cotizaban todos los actos humanos y se lanzaban al mercado del aplauso o del vilipendio la conducta de todo personaje político y en general de todo ser humano. Costumbre fue ésta que perduró hasta entrado el siglo actual y de las que hasta hace poco quedaban rastros en uno que otro establecimiento citadino.
Hoy las tertulias sólo las vemos en las cafés y en ellas muy pocas veces se menciona el tema literario. De una de esas tertulias nos habla sabiamente Andrés Sáenz de Santa María, duque de Heredia, en un artículo publicado el 1 de enero de 1928, hace ya más de medio siglo, refiriéndose al cenáculo que se reunía en la Librería Católica del español Francisco Gómez Pérez, ubicada en la esquina de la Culebra (hoy cruce de las calles 59 y 58) contraesquina de lo que muchos años después fue el Hotel Itzá de Rafael de Regil Casares. Aquella era en especial una librería religiosa abierta y surtida al gusto y saber de Francisco Gómez, a quien cariñosamente todos llamaban «hermano Gómez», por ser destacado y devoto miembro de la Cofradía del Santísimo Sacramento. Por las mañanas acudían a su librería las beatas madrugadoras después de las misas diarias de Catedral, San Juan de Dios, la Tercera Orden y Jesús María; pero al filo de las siete de la noche el ambiente era otro. Era la hora de la tertulia de la que formaban parte allá por los 70, Ramón Aldana y del Puerto, Manuel Nicolín y Echánove, Bernardo Ponce y Font, Bernardo Cano Castellanos, Gabriel Aznar y Pérez; Benito Ruz, José Vidal Castillo, Néstor Rubio Alpuche, Juan Francisco Molina Solís y su hermano Audomaro, el presbítero Benito Quijano, Benito Aznar y Sáenz de Santa María, José Dolores Patrón, José Tiburcio Cervera y algunos más. Entre los que de vez en vez acudían a la tertulia, aunque no con la misma frecuencia de otros, no faltaban hombres de negocios y hacendados como José Trinidad Molina Solís, Eusebio Escalante Bates y Augusto L. Peón. En la parte alta de la misma casa, donde estaba la librería, habitaba Gómez Pérez. Refiere el duque de Heredia que eso permitía que tales reuniones se prolongaran hasta altas horas de la noche.
A fines de 1878, Francisco Gómez Pérez vendió su librería al notable historiador, gramático y latinista yucateco Audomaro Molina Solís y la tertulia de la Culebra terminó. Poco tiempo después de haberla comprado, Molina Solís trasladó esa librería a la calle 58, detrás de la Catedral, contigua a su residencia, y se convirtió en una de las más importantes de su época. Puede considerarse a Audomaro Molina Solís como el librero más letrado y erudito que ha tenido Mérida, el único librero yucateco que tuvo el honor, por sus méritos, de ser electo miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua. Los conocimientos y la cultura de Audomaro Molina Solís le permitieron surtir su librería con las mejores obras publicadas en México, España y otros países europeos. No eran pocas las tiendas de comercio en general que entre otras mercancías ofrecían también, de vez en cuando libros y suscripciones a periódicos y revistas. Una de tantas era la del comerciante Francisco Zavala, quien en Don Bullebulle allá por 1847 y 1848 anunciaba que había recibido procedente de La Habana El judío errante y Los misterios de París, obras ambas, decía, «escritas por Eugenio Sue, a quien se le señala haber consagrado su pluma al alivio y desengaño de la humanidad entera». Volviendo al último tercio del siglo XIX, en 1885, según anuncio publicado en La Revista de Mérida, Santiago Camps, catalán, abrió un centro de publicaciones La Propaganda Literaria, en la segunda calle de Vela (hoy calle 58 entre 59 y 57) «contigua a la casa de don Antonio Bolio», casa en la que muchos años después estuvo el Club Mérida. En esa librería encontraba el lector o el simple curioso, un surtido completo de obra científicas y literarias que recibía de Barcelona, así como también suscripciones a revistas y a obras literarias, de las que, como era costumbre, se vendían por entregas semanales. Camps ofrecía también elegantes tapas para encuadernar las mismas y los servicios de un taller de encuadernación que montó para ese objeto.
En ese mismo año de 1885 llegó a Mérida Manuel Francisco Fernández, propagandista protestante, quien puso una venta de libros frente al Portal de Granos, en los corredores de la casa de Manuel Pinelo Montero. Estuvo abierto este centro protestante por varios años con gran descontento, como era natural, de los católicos de aquellos tiempos. A principios de los 80, se estableció en Mérida, Luis Bros, cuyos descendientes han sido parte del oficio libreril. Estaba su librería ubicada sobre la hoy calle 60 en los bajos de la casa de Darío Galera, actual edificio de El Gallito. Anunciaba tener constantes existencias, siempre renovadas, de libros de religión, ciencias, literatura e instrucción. Ofrecía muchas de las obras publicadas entonces en fascículos y entre ellas algunas de gran envergadura como los Episodios nacionales, de Benito Pérez Galdós. Era de admirarse el esfuerzo que hacía la agencia de Bros para atraerse clientes, al comprometerse, como lo hacía en sus anuncios, a completar las obras en suscripciones que en diferentes épocas hubiesen dejado truncas otras agencias. Pasó luego esa librería en la última década del siglo XIX a manos de M. Yenro y Cía., ya con el nombre de La Universal, la que no se limitaba a la venta de libros, sino que también los editaba. En 1896 editó Yenro el libro de poesías De mi musa, del entonces joven poeta yucateco José Inés Novelo, y poco después un tomo de 260 páginas de Lira Yucateca, con poesías de Ramón Aldana del Puerto, Bernardo Ponce y Font, Eucario Villamil, José Inés Novelo, Delio Moreno Cantón y otros. Manuel Yenro tuvo también, desde 1898, una librería, papelería y miscelánea La Enciclopedia, en la calle 63, bajos del Hotel Inglaterra, en la que además de libros vendía, asimismo, conservas y galletas. Yenro era también agente en Mérida de la casa editorial Herrero Hermanos, que aún subsiste en la Ciudad de México.
En 1888, según la publicidad que hacía en la prensa, existía en la calle de Progreso (hoy calle 60), la Librería Nueva de G. Gómez Baqueiro y Cía., con el más variado y extenso surtido de obras de ciencias, artes y literatura, no sólo en castellano, sino también en francés, inglés y alemán, además de libros de texto, papelería y taller de encuadernación. Otro librero famoso fue Gustavo Díaz. Estableció la Librería Yucateca, en 1881, en la Plaza Grande, en los bajos de la casa de José Rendón Peniche, y cuatro años después se instaló en la calle de Progreso (hoy calle 60) contigua al Museo Yucateco, o sea, al Instituto Literario. En su anuncio del periódico El Amigo del País ofrece entre muchas otras obras, las de Alfonso de Lamartine, Miguel de Cervantes, Édgar Allan Poe, Francisco de Quevedo, Calderón de la Barca, José de Espronceda y Manuel Acuña. La Librería Yucateca de Gustavo Díaz subsistió hasta ya entrado el siglo actual, especializada en sus últimos años en libros de texto y material escolar para el consumo de los estudiantes del Instituto Literario y de otros colegios. Entre 1895 y 1903, Eugenio Cetina, trabajando como agente de publicaciones, se anunciaba al frente de una Oficina de Agencias y Comisiones ofreciendo sus servicios en el despacho de La Revista de Mérida, en la calle 56 núm. 498. A través de los años citados era su especialidad la venta de suscripciones a periódicos nacionales y extranjeros como El Mundo, El Universal, El Hijo del Ahuizote, de México; La Ilustración Musical, La Lidia, La Moda Elegante y algunos más, de España; La Nature L’Ilustration, La Revue des Deux Mondes, Lectures pour Tous y La Semaine Medicale, de Francia; Harper’s Weekly, New York Herald, Scientific Magazine, Metropolitan Magazine y Le Courrier des Etats-Unis, periódico estadounidense en francés, de Estados Unidos de América, y otros más. En mayo de 1897, Cetina compró la papelería y librería de Pastor Urcelay y Cía., que estaba en el núm. 514 de la calle 58, frente al Palacio de Justicia y que antes fuera de Audomaro Molina Solís. Ahí, entre otras cosas ofrecía, Cetina el famosísimo Almanaque de Bailly-Baillere y anunciaba tener un rico y completo surtido de libros «renovado constantemente» de obras de derecho, literatura, medicina, artes y oficios y otros muchos temas. Suya fue también La Universal, librería ya mencionada, que adquirió de M. Yenro y Cía. y que en 1903 traspasó a Juan J. Monsreal S. en C., que entonces se anunciaba como la librería mejor surtida con obras de los más modernos autores, libros de texto, papelería y artículos de escritorio.
A fines del siglo XIX se estableció en Mérida el español Juan Ausucua Alonso, quien abrió una librería en los portales del costado norte de la Plaza Principal, en los bajos del Hotel Peninsular, en la 61 núm. 501. Tenía un vasto surtido de libros y fue el primero que vendió a plazos, obras de gran costo. Recibía numerosos periódicos y revistas ilustradas del país y del extranjero, los que vendía por números sueltos y para los que asimismo aceptaba suscripciones. Acostumbraba Ausucua incluir su fotografía en los anuncios que publicaba y en más de una ocasión sus anuncios los hacía en mal pergeñados versos. Tal era el interés por la cultura en Mérida a fines del siglo XIX y tal afluencia económica del estado, que atraído por esas dos coyunturas se instaló en el Hotel Yucateco, ubicado en la calle 61 núm. 488, Daniel Baldi, representante de la casa editorial Maucci Hermanos, quien ofrecía en venta al público, a la par que surtía a los libreros de Mérida, diversas obras editadas por su representada, obras que entonces se disputaban el favor popular: las novelas de Emilio Zolá; los Dumás; Carolina Invernizio; Pierre Alexis Ponson du Terrail, y la de muchos autores más, así como algunos libros de poetas mexicanos a los que esa casa dio amplia difusión: Manuel Acuña, Juan de Dios Peza, Antonio Plaza y otros. Años más tarde, hacia 1915, existió en Mérida una librería en la calle 65 núm. 491, que giraba bajo la razón social de Maucci e Hijo. Otro expendio de libros a fines del siglo XIX y principios del actual era el almacén de ropa La Ciudad de París, en la calle 65 núm. 492 de Diego Lizarraga.