El habla de Yucatán
Fernando Espejo
En Yucatán se habla de una manera distinta. El habla de los yucatecos ha sido objeto de los más interesados y acuciosos estudios. Es una lengua propia, con características peculiares y con personalidad única. Es, indudablemente, el resultado de la fuerza, de la terca permanencia del substrato indígena, —en realidad un adstrato, ya que aún hoy ejerce su notable ascendiente— la lengua maya, en un claro mestizaje con la castellana, ya de suyo afectada en su recorrido de conquista americana de coloridas y transformadoras influencias —caribismos y nahuatlismos— a más de una infinidad de términos olorosos a brea y a mar.
Cuatrocientos años de aislamiento —península: “casi isla”— habrían estado a punto de formar una nueva, una verdadera nueva lengua, tal como sucediera en su momento con las lenguas romances: hibridizaciones todas y producto de las hablas indígenas originales mezcladas con el latín vulgar. Al castellano, al gallego, al catalán, al lusitano, por no decir sino algunas lenguas de la península ibérica, les tomó cerca de mil años para hacerse distintas y llegar a ser lo que ahora son.
Al habla de Yucatán no le alcanzó el tiempo. Apenas si cerca de cuatrocientos años. Bien mirado, su aislamiento comenzó a romperse en los últimos sesenta o setenta años. Pero si el tiempo y el aislamiento son los ingredientes indispensables en la formación de cualquier lengua, el mismo tiempo y las comunicaciones ejercen, inapelablemente, —y hoy, mejor que nunca— un trabajo de rasero, una implacable y uniformadora tarea.
Esta tendencia a la uniformidad ha conseguido hacer dolorosamente inusuales muchas de las palabras incluidas en este lexicón. Pero las lenguas son fenómenos vivos y unas palabras mueren y otras nacen. Así, muchas de ellas habrán sido preservadas aquí, tal vez, sólo para el puro consumo y regodeo de la memoria.
Pero todavía hoy, en veces se hacen necesarias las “traducciones” de ida y vuelta. Aprender a usar los vocablos y los nombres de las cosas que se nombran en esta tierra de manera propia y particular, —en ocasiones las mismas cosas, las mismas acciones de afuera— además de las palabras que usamos para nombrar las cosas nuestras diferentes… es tarea deleitosa, especialmente para los no nativos de esta tierra, para entender, para saber por qué y cómo es que en Yucatán se dice de manera diversa, y hasta adversa alguna vez, lo que en buen romance quisieran expresar o esperaran entender.
La morfología, la sintaxis, el propio léxico —tan lleno de palabras mayas insustituibles— y hasta la fonética llena de glotizaciones tan sorprendentes para el oído no habituado; una equis que sale por todos lados y que suena como la che francesa; los giros de origen indígena intraducibles muchas veces y tan difíciles de pronunciar para las gargantas inexpertas y los arcaísmos que se quedaron aquí —con carta de naturalización— varados desde el siglo XVI, son, además del tiempo y el aislamiento mencionados, como los condimentos que le dan a esta lengua nuestra, su colorido específico, su sabrosura tan sápida y gustosa. Su chiste.
Este lexicón del habla de Yucatán está basado en el trabajo de muchos amorosos observadores. Se sustenta de su mismo interés. Ellos han sido la fuente de donde hemos tomado mucha de nuestra agua. Entre otros vale mencionar, desde los padres Landa, Lizana y Beltrán de Santa Rosa, —como puntos de referencia— hasta más hacia acá, don Juan Pío Pérez, el obispo Carrillo y Ancona, Bolio Ontiveros, Mediz Bolio, Amaro Gamboa, el tabasqueño Santamaría, pero sobre todo Barrera Vásquez y Víctor M. Suárez…
Es en realidad una obra de recopilación. Un adobo puesto en orden alfabético de la paciencia de tantos otros curiosos investigadores. Es la cosecha de varias siembras, de muchas aportaciones entre las que debe destacar la de Raúl Renán, quien nos entregara un fichero amplísimo de observaciones sobre la lengua y las costumbres nuestras, del que obtuvimos un buen número de joyas… todas mezcladas, enriquecidas, amalgamadas entre sí, —que tal es el origen de todos los diccionarios— y que son la sustancia de este lexicón que, como su nombre indica, no es más que un listado de palabras, por necesidad incompleto y breve.
Trabajar en estos campos del conocimiento es gratificante y divertido. Es como tocar un instrumento musical alegre, percusivo, metálico y brillante. Confieso mi pecado —casi de gula— en el ordenamiento, captura e interpretación —siempre sorprendente— de estas palabras; pecado —¿y por qué no? y con pleno consentimiento— consumado de lujuria en las caricias a los hallazgos insospechados. Además de reconocerme y saberme sólo uno más de los que, buscándolas con hambre, “anolándolas”, pertenecemos al grupo de amateurs que desde hace tanto tiempo somos testigos, además de actores tantas veces involuntarios, de este entrañable fenómeno: El habla de Yucatán.