Encomienda Institución indiana que fue básica para la economía, fundamentalmente rural, del Yucatán colonial. Según la Ley 1ª, título IX, Libro VI de la Recopilación de Indias, el motivo y origen de la encomienda fue procurar «el bien temporal y espiritual de los indios» a través de la enseñanza de la doctrina cristiana, labor que debían desempeñar los encomenderos. Éstos, además, estaban obligados a proteger al indio, evitarles desagravios y tener armas y caballos para, en caso de guerra, proceder a la defensa de la tierra. La encomienda supuso para los españoles de la generación de los conquistadores, una forma de compensación ante los trabajos, los peligros y los gastos realizados para someter, a la Corona española, los territorios recién descubiertos.
Para los indios pretendía el tener la «oportunidad» de aprender a vivir como los españoles y superar su debatida «incapacidad»; la realidad es que supuso, de forma menos vigorosa que en otros países europeos, una forma de señorío, que como señala Silvio Zavala «dejaron quizá alguna huella en la economía rural de las naciones hispanoamericanas». En Yucatán, la encomienda se convirtió en una institución clave de la provincia, con un desarrollo propio y extraordinario, al grado de que no fue sino hasta 1785 cuando desapareció. Francisco de Montejo, el Mozo, fue el primero en distribuir a los indios mayas sometidos entre sus principales compañeros de aventura, con el afán de evitar las deserciones que ocasionaba el no haberse encontrado metales preciosos en la Península. Formó encomiendas en favor de los soldados y para sí mismo dispuso que semanalmente 100 indios de Campeche y Champotón trabajaran en el ingenio de azúcar que fundó en este último lugar, y que 300 a 400 indios se ocuparan en la construcción de su casa, ubicada en la Plaza Mayor de Mérida. Esto dio paso a que los demás encomenderos se sirviesen de los indios en labranzas, industrias y fábricas de casas, a cambio de darles cada día una libra de pan, chile y sal, o libra y media de camote, con sal y chile. Trabajaban casi todo el día, descansando una hora que por lo general era utilizada para la enseñanza de la doctrina cristiana. Ante los debates en torno a los malos tratos y abusos que surgían con la encomienda, en 1542 se promulgaron La Leyes Nuevas. Estas ordenanzas favorecieron al indígena, privaron al encomendero de toda jurisdicción sobre los indios al limitar los beneficios de la encomienda al goce del tributo, sujeto a tasas, y prohibieron la prestación de servicios personales. Sin embargo, fue tal el cúmulo de argumentos en contra de las disposiciones, que el monarca tuvo que revocarlas parcialmente en 1545. En consecuencia, quedó anulado su fin primordial que era la incorporación total de las encomiendas a la Corona y aseguró la pervivencia de la institución.
Entre tanto, Yucatán seguía un curso propio en cuanto al sistema de encomiendas. La provincia se encontraba en la fase final de la Conquista (1540-1548), las Leyes Nuevas no la habían afectado y de hecho ya estaba impuesta en ella el régimen de encomiendas como consecuencia inmediata del proceso conquistador. Los vaivenes de la Conquista y la inseguridad derivada de la sublevación indígena de 1546-1547 favorecieron el que, en los años críticos, para la institución de la encomienda, ésta pudiera desenvolverse al margen de todas las controversias jurídicas en torno de ella. Las Leyes Nuevas fueron impuestas en Yucatán con retraso, y no fue hasta fines de 1548 cuando se consiguió la remoción de todas las encomiendas del Adelantado Francisco de Montejo y de su mujer e hijos, que a través del fraude habían impedido ser desposeídos de las rentas y demás beneficios de sus encomiendas.
En 1551 fue cuando se ordenó de forma expresa a la provincia, la aplicación de la cédula del 22 de febrero de 1549 que prohibía todo servicio personal por vía de tasación o conmutación de tributos. Los pleitos y acusaciones mutuas que se formulaban entre sí, encomenderos, autoridades y frailes franciscanos, sobre el mal trato que unos y otros les daban a los indios, hizo que en 1552 la Audiencia de los Confines, (Guatemala), a la cual en ese momento pertenecía Yucatán, enviase a ésta a Tomás López. Éste dictó una serie de ordenanzas que restringieron los derechos de los encomenderos. Entre ellas merecen citarse las que ordenaron a los caciques no ausentarse sin causa justificada de la cabecera de su cacicazgo y que, según el número de la población de cada lugar, se eligiesen desde uno hasta seis individuos ancianos y virtuosos para servir de consejeros al cacique y ayudarlo en el desempeño de la gobernación.
Otras disposiciones de Tomás López fueron imponer a los indios el deber de vivir en pueblos bien trazados, que se edificaran iglesias y se estableciesen escuelas en cada pueblo; prohibió a los encomenderos vejarlos y encargó a los caciques que de cualquier mal trato que les hiciesen, enteraran inmediatamente a los defensores de indios; se prohibió también que en los pueblos de indios se estableciesen españoles, mestizos, negros o mulatos y que era obligación de los indios concentrarse en derredor de los conventos. Sin embargo, la mayoría de estas disposiciones no fueron aplicadas porque los encomenderos, valiéndose de todas las artimañas, siguieron cobrando el mismo tributo a los indígenas e incluso utilizando su trabajo para servicio personal de manera disfrazada. A partir del gobierno de Luis Céspedes y Oviedo (1565-1571), en todos los títulos relativos a este cargo, figuraría la facultad de encomendar con absoluta independencia del virrey y la Audiencia de México. En Yucatán siempre existió una desproporción entre las encomiendas de propiedad particular y las que pertenecían al rey. En la tasación de 1549, de 179 pueblos que aparecen, sólo diez estaban en poder de la Corona. Es decir, un 94.4% de las comunidades indígenas de Yucatán, con el 89.73% de la población tributaria total, estaban concedidas en encomiendas, mientras que sólo una ínfima parte de las mismas pagaban tributo a la Corona.
En 1570 la mayor parte de las encomiendas del Valle de México habían sido incorporadas a la Corona, lo que suponía el ingreso en las cajas reales de aproximadamente tres cuartas partes de todos los tributos procedentes de las encomiendas. Gibson señala que para dicha fecha «la victoria de la Corona sobre los encomenderos había sido ganada». Sin embargo, en Yucatán sucedía todo lo contrario, los encomenderos se consolidaban cada día más, manteniendo de manera desproporcionada su supremacía en relación con los pueblos de realengo. En 1607 el total de tributarios rurales que estaban bajo el dominio directo del rey sumaba 5 936, cifra insignificante si se toma en cuenta que el conjunto de la población rural ascendía a 48 254 tributarios, o sea que sólo un 12.30% estaba bajo el poder real. De este porcentaje, la Corona sólo percibía el tributo del 1.34%, puesto que la mayor parte de las encomiendas de realengo estaban repartidas entre los vecinos y encomenderos de la provincia en concepto de ayudas de costa.
El sistema de ayudas de costa creó en Yucatán una clase de privilegio paralela a las encomiendas. Lo mismo sucedió con el sistema de pensiones que en Yucatán se desarrolló e incrementó sobre todo en el siglo XVII. El origen de las pensiones fue el deseo de la Corona de que las encomiendas no fuesen fraccionadas, dados los muchos agravios que por este concepto habían recibido los indios. El monarca decidió que cuando algún repartimiento quedara vacante se hiciera la nueva adjudicación a un solo titular, pudiéndose gravar su renta con cuantas pensiones fueran convenientes, dejando algún remanente al encomendero. El sistema de pensiones adquirió en Yucatán un progresivo desarrollo, por medio de ellas se obtenían idénticos beneficios y privilegios que con las encomiendas, y al mismo tiempo los beneficiados quedaban exentos de las obligaciones de ésta. Las pensiones vinieron a reforzar el sistema de encomiendas, cuando no fueron encomiendas encubiertas, con lo que la idea de la Corona de asegurar una mayor independencia de los indios con respecto de los españoles no llegó a tener efecto.
Para 1639 el gobierno de Yucatán era el único en toda la Nueva España que gozaba de la facultad de encomendar en nombre del rey las ventas y encomiendas que se ofrecían en indios vacos, así como otorgar tierras y beneficios. En el año de 1761 el número de tributarios era de 56,060, de los cuales 44,987 estaban situados en las encomiendas y 1,073 que tributaban a la Corona. El régimen tributario a través del sistema de encomienda fue en el que se basó el desarrollo de la provincia y fue el instrumento más eficaz para iniciar y encauzar el proceso económico. La tributación indígena aseguraba por un lado, el sustento de los españoles y por otro, favorecía el intercambio comercial con el exterior al proporcionar productos como las mantas de algodón, miel y sal, que se convirtieron en artículos de cambio, computándose a un valor monetario fijo, tanto en el comercio interior como en el exterior. La exportación de las mantas y de la cera, especialmente, permitió no sólo la obtención de mercancías esenciales para la vida de la incipiente Colonia, sino también la adquisición de moneda en Nueva España y Honduras.
La Corona, si bien intentó aplicar a las encomiendas yucatecas la misma política reivindicativa que había guiado su actuación en la Nueva España, se vio imposibilitada de llevarlas a cabo en su totalidad, debido a las presiones de los encomenderos que argumentaban que sólo a través de ellas podían subsistir y hacer rentable la permanencia en Yucatán. Se expedían cédulas exigiendo la incorporación de las encomiendas vacantes al fuero real, otras que prohibían la concesión de encomiendas por más de dos vidas, pero no pasaba mucho tiempo en que éstas se revocaban y finalmente volvían a favorecer a los encomenderos. Esta institución llegó a convertirse en una propiedad no enajenable pero sí de sucesión hereditaria prácticamente ilimitada, puesto que se favorecía la permanencia de una encomienda en una misma familia por tres, cuatro y hasta cinco generaciones. Yucatán constituyó un magnífico exponente de cómo la legislación emanada de la metrópoli se vio condicionada por la identidad propia de los diferentes espacios geográficos de las Indias y cómo, en múltiples casos, la realidad acabó imponiéndose a la voluntad legal.
En Yucatán, la institución de la encomienda tuvo un desarrollo singular, desligado de los objetivos de la Corona y, al mismo tiempo, favorecido por ella. La abolición de las encomiendas se inició con el advenimiento de la dinastía borbónica en España, por el Decreto del 23 de noviembre de 1720, ratificado por los de julio y septiembre de 1721. En tanto que en casi toda la Nueva España fueron desapareciendo desde entonces, las encomiendas en Yucatán y Tabasco subsistieron por razón de la peculiaridad económica de estas provincias, y no se decretó su extinción sino por Real Cédula de Carlos III dictada en Aranjuez el 16 de diciembre de 1785. El fenómeno histórico de la encomienda fue una demostración palpable de las divergencias que existían entre las tesis doctrinales de defensa y protección del indígena y las necesidades y prácticas económicas y políticas del régimen. Los últimos encomenderos cobraron sus tributos hasta principio del siglo XIX.